Argentina

Dos pesares, Brasil y Argentina

A la canarinha le comanda un niñato consentido, efectista y mediocre llamado Neymar. Y en la albiceleste quieren que Messi ponga a jugar el juguete averiado

Aficionados de Brasil y Argentina ajenos al sufrimiento que viven sus respectivas selecciones en el Mundial de Rusia
Aficionados de Brasil y Argentina ajenos al sufrimiento que viven sus respectivas selecciones en el Mundial de Rusialarazon

A la canarinha le comanda un niñato consentido, efectista y mediocre llamado Neymar. Y en la albiceleste quieren que Messi ponga a jugar el juguete averiado

Mis dos grandes pesares futbolísticos tienen que ver con Sudamérica. El primero cita a Brasil, imborrable recuerdo de Zico y Sócrates y cómo de aquella samba en Portela y Mangueira, sensual, inteligente y bellísima, caímos en los infiernos cyborg de Dunga. Por no hablar del terapéutico ridículo a las órdenes del capataz Scolari. Traidor supremo a cuantas razones habían conspirado para enamorarnos de la canarinha una tarde de sol e infancia. Fue así que celebré como un improbable hincha teutónico cada gol de Müller, Klose y Khedira en el Mineiraço. Me animaba la ingenua esperanza de que de la destrucción, una vez jubilada aquella banda grosera, naciera un equipo que recordarse como cantó Candeia en las madrugadas en casa de doña Ester. No pudo ser y en el Mundial disfrutamos de la enésima mutación hacia la más esforzada insignificancia de un equipo que fue de Pelé, Garrincha, Rivellino... y al que hoy comanda un niñato consentido, efectista y mediocre llamado Neymar.

Mi segundo llanto va por Argentina. A la que amé sobre todas las cosas cuando de capitán gambeteaba el jugador más locuaz, atormentado y excesivo que vieron los siglos, y también uno de los más geniales, eléctricos y sublimes. Maradona. Desde hace años los de la camiseta albiceleste disfrutan de otro monstruo, Lionel Messi, y coleccionan catástrofes. Al principio preferían dilapidar finales. Por aquello de silabear los mandatos del tango y apurar el gesto maldito. Pero en Bronnitsy, desmelenados, desentendidos del sonrojo, hacen el primo incluso antes de rematar la liguilla, frente a Islandia y Croacia. La hinchada y la prensa argentina culpan a Messi. Discursean sobre pechos fríos. Se equivocan. Invariablemente, patinan. Su problema no tiene que ver con la supuesta esterilidad, la ausencia del rojo, emblema del valor en los genes de estos futbolistas, o la necesidad de clonar a Simeone. De hecho si algo sobra en Argentina son, a un lado del micrófono, demagogos dispuestos para cantar las cuarenta y recitar las verdades del barquero y blablablá, y al otro, en la cancha, sargentos de pierna dura, revientabalones, maratonianos, cocodrilos y soldaditos de plomo. Argentina no juega un carajo porque olvidó quién era. Messi malvive entre profesionales del rugby, legionarios de hierro y pretorianos. Quieren que ponga a jugar el juguete averiado y, la verdad, el 10 sirve para casi cualquier hazaña, encadenar medio centenar de goles, carbonizar estadísticas, regatear a media ciudad y repartir asistencias con la limpieza de un Fred Astaire sobre hielo, pero no le pidan que luzca de general ecuestre o espadón carismático. Tuvieron en sus filas al Bob Dylan de la pelota, Nureyev con borceguíes, y sin embargo, erre que erre, añoran el regreso de un José San Martín a caballo. Igual que España durante décadas. Refugiada bajo las máscaras de aquella triste furia mientras quemábamos prodigios como el ludópata fichas. Que el suyo sea el mayor de todos, el prodigio que hipertrofia y jibariza al resto, sólo sirve para magnificar las dimensiones de la catástrofe.