Innovación
¿Cómo almacenar la información en los próximos años?
En apenas una década la cantidad de datos que producimos se ha multiplicado por 30. El ADN o el grafeno pueden ser las alternativas a los enormes centros actuales
En 2010, a nivel global, generamos una cantidad de datos cercana a los dos zettabytes. Lo que equivale a 2.000 billones de copias de «El Quijote». En 2020 la cifra sobrepasó los 60 zettabytes… Y dentro de cuatro años hablaremos de 180 zettabytes.
Hoy, en este instante, se crean cada segundo 1,7 MB de datos por habitante… cada parpadeo equivale a un libro completo de El Quijote que llega a la red. Puede que mucho de ello sea morralla (los vídeos, las fotos, los blogs… , no «El Quijote») pero las fotos que nos llegan por WhatsApp, las canciones que nos descargamos, los documentos que enviamos y recibimos… todo eso lo guardamos sin pensar dos segundos y seguimos a lo nuestro. El problema es la cantidad de datos que guardamos. Y dónde. Estamos hablando de una cantidad de información que, volviendo a «El Quijote», podría alcanzar para que cada habitante del planeta tuviera más de seis millones de copias.
Y en 2025 generaremos 180 zettabytes de datos por año, más bytes que estrellas en el universo observable. Así, a menos que cubramos cada centímetro cuadrado de terreno con centros de datos, no podremos seguir el ritmo de este tipo de aumento. Y aunque logremos comprimir esa información a su mínima expresión, los centros donde se guarda la información tampoco son rentables ni en términos económicos ni en el aspecto ambiental. Según un informe, el 17% de la huella de carbono total generada por la tecnología se debe a los centros de datos. Un único centro de datos actual puede consumir más energía que una ciudad mediana.
Aquí es cuando llegan otras formas de almacenamiento de datos que no solo ocupan menos espacio, también consumen menos recursos, producen menos contaminación y generan un impacto más bajo. Y hay tres opciones que, ahora mismo, resultan entre las más exploradas por los expertos del planeta. Cada una con sus ventajas y sus desventajas.
El almacenamiento genético
Seguramente la idea de almacenar datos en el ADN suena más cercana a la ciencia ficción que a la tecnología. Pero si nos detenemos unos segundos a pensar, veremos que es lógica. Hace millones de años, la Naturaleza descubrió cómo almacenar enormes cantidades de información en forma de ADN: los planos anatómicos, la función de cada gen, cada proteína, las recetas de la evolución, las mutaciones… Todo ello con apenas cuatro pares de bases, que son ni más ni menos que bits binarios pero en lugar de digitales, biológicos.
Unos de los primeros en utilizar esta técnica fueron expertos de la Universidad de Ljubljana, en Eslovenia. Allí se demostró que era posible codificar fragmentos de códigos informáticos en el ADN de las plantas de tabaco. Crearon un software sencillo y lo enlazaron con la estructura genética de una planta, básicamente la clonaron pero le agregaron la información digital. Ese fue el puntapié inicial. Luego llegaría la Universidad de Harvard, que utilizó la tecnología de edición genética CRISPR para almacenar un vídeo en forma de ADN bacteriano. A este equipo se le sumaría otro de la Universidad de Columbia, liderado por Yaniv Erlich. Y del mundo académico, el avance llegó a las empresas.
La firma Catalog, pionera en este sector, ha estado trabajando para comercializar el almacenamiento de ADN. Su argumento es que pronto podría ser posible almacenar todos los datos del planeta en un armario de Ikea. Uno de los normales en cuanto a tamaño. Su enfoque es algo distinto: en lugar de usar plantas de tabaco u otros organismos existentes, Catalog ha desarrollado un polímero sintético y así intervenir en todo su ADN. La prueba de fuego llegó este año cuando almacenaron toda la versión inglesa de la Wikipedia en un espacio más pequeño que una jeringuilla.
El gran obstáculo de esta tecnología es, primero, que para guardar esta información tarda hasta cien veces más que los métodos actuales. Y que habría que contar con lectores especiales para ello. Pero, obviamente, no sería para el usuario habitual, sino para enormes cantidades de datos y organismos públicos, como por ejemplo el CERN, que borra casi el 90% de la información que genera a diario porque no tiene capacidad de almacenamiento… porque no existe.
El almacenamiento de Nobel
Cuando, décadas atrás, investigadores de la Universidad de Manchester en el Reino Unido recibieron el Nobel por el grafeno (sí, el mágico material del que se ha hablado miles de veces), nadie imaginó que también se podría aplicar al almacenamiento de información digital. Ahora, un equipo de esta universidad ha desarrollado moléculas capaces de almacenar cientos de veces más datos que los discos duros actuales, solo que en un tamaño muy reducido.
¿El truco? Necesita frío, mucho frío. La ventaja es que se trata de un soporte que es más barato de operar, más eficiente energéticamente y menos dañino para el medioambiente. Y que puede sobrevivir a desastres como incendios o erupciones solares. Esta tecnología permitiría reducir el espacio de almacenamiento cien veces.
Almacenamiento láser
Si la genética o el grafeno no es suficientemente extremo en términos tecnológicos o de ciencia ficción, siempre tendremos el láser. Expertos de la británica Universidad de Southampton han desarrollado un sistema para grabar terabytes de datos en pequeños discos de vidrio. Un soporte que potencialmente puede sobrevivir durante miles de millones de años y que ha despertado el interés de Microsoft entre otros. La iniciativa, llamada Project Silica, se inspira en los DVDs, solo que ellos lo hacen en un formato 5D, ampliando exponencialmente la capacidad de almacenamiento sin la necesidad de cadenas de frío y disponibles en cualquier lugar.
Pero esto es solo el principio, porque todos lo sabemos: cuando los recursos comiencen a agotarse de verdad, entonces surgirán las verdaderas innovaciones, hasta entonces, solo estamos ampliando memoria.
Una historia de la memoria
Los cambios que hemos vivido han sido tan rápidos que no hemos sido capaces de asimilarlos. Y tampoco recordamos cuándo comenzó a almacenarse la información para ser usada más tarde. Uno de los ejemplos más antiguos es el uso de ciertos tipos de peinados, en particular en Egipto, para retratar mapas. Una costumbre que se ha visto retratada en las pinturas de la Edad de Piedra que se encuentran en la meseta de Tassili en la región del Sahara y su uso se remonta al año 3.000 A.C.
Una costumbre similar tenían pueblos de la Mesopotamia asiática y también de Mesoamérica, que dibujaban tatuajes en las cabezas rapadas de los mensajeros para enviarlos con el mensaje, una semana después cuando el cabello ocultaba las palabras. Lo único que debía hacer el receptor era rapar al mensajero para hacer visible el mensaje. Y responder.
Mucho más cerca en el tiempo y en la tecnología, surgieron las primeras tarjetas perforadas, en 1725. Los agujeros perforados originalmente representaban una «secuencia de instrucciones» para máquinas industriales, como telares, y hasta pianos automáticos. Los agujeros actuaban como interruptores de encendido al dejar pasar una pieza que activaba a su vez un mecanismo, como la tecla de un piano.
El sistema fue desarrollado por Basile Bouchon, un ingeniero textil francés y equivale a almacenar unos 80 caracteres. Luego, en 1950, hicieron su aparición las cintas magnéticas y uno de los mayores inventos del almacenamiento personal: los discos floppy. Inventados en 1967 por IBM, permitían guardar unos ocho documentos de Word y se convirtieron en un estándar a nivel mundial. Tanto que por año llegaron a venderse más de 5.000 millones de ellos, entre los años 1980 y 1990. Hoy casi nadie los usa… excepto algunas bases nucleares de Estados Unidos.
Más tarde, en 1982, llegarían los CDs y, finalmente, la Nube, en 2007. Pero junto al formato, también evolucionó el precio. Y aquí es probablemente cuando se hizo más obvio el avance. En 1956, almacenar el equivalente a «El Quijote», apenas un MB de información, costaba casi 10.000 euros actuales. Treinta años más tarde, el precio se había reducido a 180 euros y cuanto terminó el siglo XX, almacenar 1 MB, ya costaba apenas dos céntimos.
En menos de medio siglo pasamos de un valor exclusivo a algo casi gratuito. Y lo mismo ocurrió con los precios para almacenar 1 GB, solo que en muchos menos tiempo: se pasó de 20 euros en el año 2000 a 8 céntimos en 2010. Todo esto nos regresa al pasado y nos demuestra que guardar la información es gratis, lo que cuesta de verdad es conservarla.
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