El debate de los impuestos
La reformita fiscal de Donald Trump
Tras el rotundo fracaso que ha supuesto para Trump no haber podido derogar el «Obamacare», el republicano necesitaba anotarse algún éxito político. Y esta misma semana lo consiguió: el Senado estadounidense ha aprobado finalmente una reforma tributaria que el presidente puede finalmente vender ante la opinión pública. Todavía no se trata de la ley definitiva (pues ha de volver a la Cámara de Representantes), pero el paso más difícil ya se ha dado. Con todo, semejante paso bien puede haber sido en falso: la reforma fiscal del Senado suaviza enormemente la propuesta inicial de Trump hasta el punto de volverla casi irreconocible.
Primero, la mayor parte de la rebaja fiscal se convierte en temporal dentro del proyecto del Senado: la reducción del impuesto de la renta y de sucesiones expirará en 2025 (no así la de Sociedades), cuando la promesa original de Trump era que tuviera un carácter permanente. Segundo, los tramos del impuesto sobre la renta ya no quedan comprimidos a cuatro –12%, 25%, 35% y 39,5%–, sino que se mantienen en siete –10%, 12%, 22%, 24%, 32%, 35% y 38,2%–. Tercero, el llamado «impuesto mínimo alternativo» (un recargo fiscal sobre las rentas más altas), lejos de eliminarse –como había prometido Trump y dispuesto la Cámara de Representantes–, se mantiene en vigor, si bien con mayores exenciones que en la actualidad (pero sólo hasta 2025). Y cuarto, el Impuesto sobre Sociedades sigue recortándose desde el actual 35% hasta el prometido 20%, pero tal rebaja se retrasa un año, hasta 2019. En definitiva, sólo la rebaja del Impuesto sobre Sociedades se ha salvado parcialmente de la quema articulada por el Senado.
Es cierto que algunos analistas se han apresurado a calificar esta reforma tributaria de «la mayor rebaja de impuestos de la historia». Pero está muy lejos de serlo: el coste de todas las aguadas medidas anteriores ascenderá a 1,4 billones de dólares a lo largo de la próxima década, es decir, apenas un recorte anual de impuestos equivalente al 0,7% del PIB. La rebaja de Bush de 2001 supuso una disminución anual del 1,5% del PIB, y la de Reagan, en 1981, del 2,5%. En realidad, la de Trump se ubica mucho más cerca de la rebajita fiscal de Clinton en 1996 (con un coste anual del 0,6% del PIB) que de las de sus antecesores republicanos.
La razón que ha llevado a los propios republicanos a podar muchos aspectos de la reforma original de Trump es que, al no haberse recortado el gasto público, se estaba abocando a la economía estadounidense a un déficit público desatado. Y con una deuda pública que ya supera el 100% del PIB, la prudencia fiscal no parecía aconsejar seguir alimentando el agujero de las finanzas públicas.
Lo anterior, claro, no significa que muchos de los principios que inspiran esta reforma tributaria sean incorrectos. Al contrario, recortar la carga impositiva que padecen familias y empresas debería convertirse en una prioridad tanto ética como económica: ética, porque es de justicia que el Estado no devore las rentas de las personas; económica, porque minorar la losa tributaria que recae sobre los individuos contribuye a impulsar el desarrollo de las sociedades y a elevar los estándares de vida del conjunto de la población. Sin embargo, y como el caso de Trump acredita, no es posible rebajar sostenidamente los tributos sin, a su vez, recortar estructuralmente el gasto público. Es verdad que políticamente resulta mucho más sencillo defender rebajas impositivas que recortes del gasto, pero lo primero sin lo segundo no funciona. Lo esencial debería ser reducir el sobredimensionado tamaño del Estado en nuestras sociedades: menos Estado y más sociedad civil.
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