Impuestos

Renta mínima, pobreza máxima

Renta mínima, pobreza máxima
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Garantizar un ingreso mínimo lo suficientemente cercano al sueldo medio de los hogares más pobres llevaría a que millones de asalariados dejaran de querer trabajar y redujeran sus gastos a la prestación estatal.

Paco lleva sin trabajar desde que se bajó del andamio, hace ya más de seis años. Cada mediodía acude al comedor social, ya que no tiene dinero ni para cubrir sus necesidades básicas. Vive de la renta mínima que le proporciona el Estado, pero preferiría encontrar un empleo cualificado que le reportara un salario digno. Quiere progresar, no ser un borrego dependiente de las transferencias estatales. Sabe que esa prestación es pan para hoy, pero hambre para mañana.

La renta mínima no es, en absoluto, novedosa. Se trata de un auxilio para personas en riesgo de exclusión, con el propósito de que se integren en sociedad productivamente, y con unas condiciones asociadas, como la búsqueda activa de empleo o la necesaria asistencia a cursos de formación.

Sistema desigual

Todas las comunidades autónomas disponen de una renta mínima de inserción. En 2014 la cuantía media fue de 420,63 euros mensuales, aunque el sistema resulta bastante desigual, ya que mientras que en el País Vasco la ayuda básica para el titular de un hogar fue de 665,90 euros –incluso superior al salario mínimo interprofesional-, en Murcia apenas alcanzó los 300 euros. No obstante, el PSOE se ha comprometido a poner en marcha un «plan de emergencia social» y un ingreso mínimo vital de 426 euros, mientras que Unidos Podemos plantea una renta garantizada superior a los 600 euros mensuales, que aumentará progresivamente.

Las medidas de la izquierda presentan una gran arbitrariedad, tanto a la hora de decidir quién distribuye las transferencias como para dictaminar quiénes serían los beneficiarios. Además, debido al desfase presupuestario, para sufragar esta renta habría que incrementar la carga fiscal a una parte de la sociedad, con el consecuente constreñimiento de la economía española.

Implementar una renta básica y, a la vez, mantener toda la estructura actual del Estado del Bienestar supone un enorme desincentivo para el trabajo y el ahorro. En un país donde las rentas familiares siguen cayendo, explican fuentes consultadas, asegurar un ingreso mínimo lo suficientemente cercano a la renta media de los hogares más pobres –incluso por encima del salario mínimo– provoca que millones de asalariados dejen de querer trabajar y ajusten sus gastos a las transferencias estatales. Y es que si sumamos este ingreso vital a la economía sumergida, España se puede convertir en un país en el que entre 3,5 y 4 millones de personas vivan del Estado sin apenas pagar impuestos. Por tanto, surge un problema de difícil solución: ¿cómo financiar estas transferencias? Supondría un perjuicio para el crecimiento económico y la generación de riqueza. Para que el dinero se gaste «bien», la persona tiene que conocer cuánto ha costado ganar ese dinero. Si no sabe cuánto cuesta y se lo «regalan», lo más probable es que lo dilapide y piense que siempre habrá alguien dispuesto a costearlo. No ser consciente de que este despilfarro alguien lo paga es un error de bulto.

Al tiempo que varios economistas de reconocido prestigio se han postulado en contra de la renta básica propuesta por Unidos Podemos, alegando que se trata de un incentivo pernicioso que obligaría a subir impuestos y desincentivaría la búsqueda de empleo, respaldan el establecimiento de una renta mínima ante determinadas circunstancias.

Nadie duda de la necesidad de atender a los colectivos en riesgo de exclusión, pero las rentas mínimas deberían percibirse como último recurso, no como prioridad. Y es que la solución óptima sería mejorar la empleabilidad de esas personas para ayudarlas a encontrar un empleo remunerado con un sueldo decente.

Las rentas mínimas empobrecen al que paga impuestos para mantenerla. De igual modo, los ciudadanos que reciben esta prestación quedan estancados en un bajo nivel de ingresos y de cualificación. Estas transferencias crean sociedades dependientes y pueden llegar a aborregar. Los expertos defienden que tienen el incentivo perverso de paralizar la búsqueda activa de empleo y, por ende, la batalla contra el paro. De forma paralela, mermaría la cualificación de los trabajadores. Es decir, no sólo reduciría la productividad y competitividad del país, sino que podría lastrar el crecimiento económico. «Al vivir del Estado se genera una especie de siervos, se crean bolsas de clientes electorales para aquellos partidos que defienden un modelo estatal grande y poderoso. Como Podemos respalda ese modelo, le interesa tener una bolsa de votantes atados a los que en el futuro amenazar diciendo que si gobierna la derecha se acabarán las transferencias», revela Juan Ramón Rallo, director del Instituto Juan de Mariana.

Disparar el déficit

El coste de incrementar estas rentas mínimas dispararía el déficit público. No obstante, España debe recortar, como mínimo, 8.000 millones de euros para cumplir con sus compromisos con Bruselas. Y el monto de beneficiarios escalaría hasta el millón y medio de personas. Rallo no se opone frontalmente a esas prestaciones –bajo el supuesto de que tengan como propósito esa reinserción laboral–, aunque sólo las defendería en casos de extrema necesidad. «En España, hay muchos obstáculos para que los ciudadanos puedan salir adelante por sí mismos. La legislación laboral impide que mucha gente trabaje».

Las propuestas en este sentido son descabelladas por la situación presupuestaria de España. Además, las personas a las que Unidos Podemos y PSOE proponen ampliar la renta mínima de inserción podrían reinsertarse en el mercado laboral, «simplemente flexibilizándolo y bajando impuestos. Ése debería ser el camino, no subsidiar». Rallo sostiene que PSOE y Unidos Podemos toman la renta mínima como opción prioritaria, en vez de reservarla para casos de extrema necesidad. «Si esa renta mínima se implanta hoy será sólo una forma de subsidiar la pobreza». Rallo advierte de que si se hace mal sería como el PER andaluz generalizado, consolidando a una parte de la población dependiente del Estado de forma permanente. «Desembocaría en ciudadanos que se vuelven inempleables en el futuro, porque no tendrían interés en formarse sino en vivir de las rentas estatales. Se genera una bolsa de pobreza que sale adelante con las transferencias que le proporciona el Estado», apostilla.

En el caso de plantear la renta mínima como un «derecho subjetivo», y no como una prestación para auxiliar a colectivos en riesgo de exclusión, las consecuencias podrían ser nefastas. Diego Barceló Larran, director de Barceló & Asociados, alerta de que podrían quitarse incentivos al empleo y a la capacitación. Asimismo, asegura que «el coste fiscal sería inasumible». España tiene un déficit fiscal superior a los 50.000 millones de euros y éste será el noveno año consecutivo que sobrepase el límite del 3% del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. «La renta mínima como «derecho subjetivo» forma parte de la irresponsable prédica de los ‘‘socialistas de todos los partidos’’ por la que se le dice a la gente que tiene derecho a todo, sin obligaciones de ningún tipo». Y añade que la creación de un impuesto para financiar la renta mínima puede hacer que «el medicamento sea peor que la propia enfermedad»: más impuestos implican menor inversión y actividad y, por tanto, menos empleo.

Una vez establecidos los grupos beneficiarios de estas prestaciones surge la primera injusticia. Y es que puede haber personas cuyos ingresos no alcancen el mínimo exigido por apenas unos céntimos. Por otra parte, implementando este tipo de políticas se incentiva que la sociedad, mayoritariamente, tienda a vivir de las transferencias de rentas, y no de su esfuerzo. Como resultado, en vez de buscadores de beneficios, tanto empresariales como laborales, tendríamos buscadores de rentas, y ello iguala siempre por abajo los salarios de la sociedad.

Fuentes consultadas afirman que estos incentivos perversos fomentan la corrupción, las trampas, los engaños y mentiras y los tratos desiguales, ya que mientras unos querrán entrar en el grupo de los beneficiarios de las transferencias y dádivas, otros procurarán salir del colectivo de los que pagan el sistema. Los expertos destacan que primero hay que crear riqueza y luego repartirla, no al revés.

Lejos de que sean medidas que afectan a la disposición a trabajar y a ganar más, su impacto en el déficit –salvo si se aumentan mucho los impuestos– podría hacer que Bruselas las viera con recelo. Así pues, más que de propuestas realistas, podrían tacharse de electoralistas.

Rechazo por alto costeen Suiza

Los suizos rechazaron la semana pasada el plan de renta básica garantizada. Casi el 80% de los votantes se opusieron al pago de 2.250 euros mensuales para todos los adultos. Pese a haber obtenido en torno al 20% de los votos a favor, los defensores se mostraron satisfechos por la popularidad que ha conseguido un concepto que, alegan, tarde o temprano habrá que poner en marcha. Ningún grupo político apoyó abiertamente una propuesta que, según estimaciones, requeriría unos ingresos adicionales para las arcas públicas superiores a los 22.000 millones de euros.

Competencia autonómica

La Renta Mínima de Inserción (RMI) es una ayuda pública para personas sin recursos suficientes para atender sus necesidades básicas. Aunque todas las comunidades dispongan de áreas de Servicios Sociales, cada una tiene su propio sistema de ayudas, con distintos nombres: salario social, renta social, renta mínima, renta garantizada de ciudadanía... Así, cada autonomía establece unos requisitos diferentes, pero los más habituales son estar empadronado en un municipio de esa comunidad, carecer de recursos económicos suficientes, haber solicitado todas las ayudas, prestaciones y pensiones que le pudieran corresponder y aceptar las medidas de inserción laboral, orientación y formación que proponga la región. Las ayudas no suelen superar el 70% del salario mínimo, y en algunos casos tienen una parte fija y otra variable, en función de los miembros de la familia. Y si en unas comunidades conceden la prestación durante un periodo de tiempo limitado –algunas por 60 mensualidades, otras por 12– también hay donde se otorgan de forma indefinida.