Editoriales
El Brexit no puede ser el apocalipsis
No sólo desaparece un permanente foco de tensión en el seno de la Unión Europea, sino que los británicos, fundamentalmente los ingleses, pueden recuperar su vocación trasatlántica.
La salida del Reino Unido del club europeo no es una buena noticia, pero no significa, ni mucho menos, que nos encontremos enfrentados a una catástrofe insuperable, aunque sólo sea porque Londres actuaba desde hace ya más de una década como un socio reticente –el llamado «cheque británico», que distorsionó los flujos de financiación de Bruselas, se implantó en 2005– que reclamaba situaciones de excepción y que evitó cuidadosamente participar en los dos instrumentos de integración más determinantes de la Unión Europea: la moneda única y el espacio Schengen.
Así, no sólo desaparece un permanente foco de tensión en el seno de la UE, sino que los británicos, fundamentalmente los ingleses, pueden recuperar su vocación trasatlántica, estrechando aún más sus lazos con «los primos» norteamericanos, ya sin las ataduras de un sistema regulatorio que actuaba como barrera en las relaciones comerciales. Además, el Reino Unido sigue siendo una de las principales potencias económicas del mundo, con una proyección política internacional incuestionable y un centro financiero de primera magnitud.
Sinceramente, no creemos que vayan a cumplirse los malos augurios de algunos analistas continentales, que, a modo de castigo divino, dibujan una futura Gran Bretaña empobrecida y aislada, y sometida a graves tensiones internas. Que habrá ajustes en la vinculación con sus antiguos socios es incuestionable, pero su alcance está todavía por determinar, a merced de unas negociaciones entre Londres y Bruselas con demasiados intereses políticos y económicos cruzados, lo que hacen impensable una ruptura total. Intereses mutuos que se refuerzan en el escenario de un mundo globalizado que penaliza las aspiraciones de autarquía, como demuestra el fracaso de las políticas arancelarias del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que si bien han conseguido una magra reducción del déficit comercial norteamericano, lo han hecho a costa de la caída del volumen de los intercambios.
Ni a los británicos ni a los europeos, mucho menos a los españoles – el 11 por ciento de todas las exportaciones del sector agroalimentario de España van al Reino Unido–, les conviene un cierre de mercados a ambas orillas del canal de La Mancha, por más que haya que asegurar la reciprocidad en las condiciones y concesiones del futuro acuerdo, con especial cuidado en que las Islas Británicas no se conviertan en base de «operaciones triangulares» con países terceros. Asimismo, el divorcio que culminó ayer supone una buena oportunidad para que la Europa comunitaria relance su proyecto de integración, minado en los últimos tiempos por la grave crisis económica, sí, pero, también, por populismos y nacionalismos que se hacían eco de la elaborada propaganda del Brexit.
Una propaganda, dicho sea de paso, que, ciertamente, se ha servido de los miedos de amplias capas de la sociedad a las nuevas realidades de la globalización, pero, también, del excesivo celo regulador de la Comisión Europea, poco sensible a la diversidad de los pueblos sobre los que operaba. Por ello, más allá de las declaraciones rimbombantes que llegan desde Bruselas, de las promesas de que se abre una nueva era que construirá una Europa más fuerte y ambiciosa, es fundamental devolver a los ciudadanos la certeza de que la unidad del continente es la mejor garantía para afrontar un futuro beneficioso. La salida británica, no hay por qué ocultarlo, puede favorecer las posiciones euroescépticas a poco que le vayan bien las cosas a nuestros antiguos socios. Pero sería un error mayúsculo buscar una confrontación que, al final, dañaría a todos. Europa es lo suficientemente fuerte para seguir su camino, sin necesidad de perjudicar a nadie.
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