Editoriales

Renta mínima, un camino sin retorno

Esa medida supone el reconocimiento de un fracaso social y la abdicación de los poderes públicos de su principal deber, que es el de crear las condiciones para que se desarrolle una economía fuerte, con un tejido empresarial competitivo.

Rueda de prensa del ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá Belmonte
Captura de la señal institucional de Moncloa del ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá Belmonte, durante una rueda de prensa en en Moncloa.Señal institucional del PalacioEFE

El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, anunció ayer que la llamada «renta mínima de inserción» se aprobará en el último Consejo de Ministros del presente mes de mayo, se hará efectiva lo antes posible, beneficiará en un primer momento a cien mil hogares, o «unidades de convivencia», y tendrá un coste para las arcas del Estado de 3.500 millones de euros anuales. El derecho a las prestaciones dependerá del nivel de ingresos de los perceptores y de su situación patrimonial, así como del número de miembros que compongan la unidad familiar, estará controlado por la Seguridad Social, será el mismo para toda España y podrá complementarse parcialmente con los subsidios que ya pagan las comunidades autónomas. No precisó el ministro ni cuál sería el importe máximo de la ayuda ni si se vinculará a la búsqueda activa de empleo, cuestiones capitales, por razones obvias, que tendrán que resolverse en el Real Decreto.

El Gobierno de Pedro Sánchez entra, pues, en un lugar conocido, por el que ya han transitado otros países de nuestro entorno, y que en España tiene su mejor referencia en la Renta Mínima del País Vasco, que se puso en marcha en 1989, con 4.800 beneficiarios, número que ha ido incrementándose con el tiempo, hasta llegar a los 52.000 del año pasado. Sin querer caer en maniqueísmos, hay suficiente experiencia acumulada en este tipo de medidas sociales, que la izquierda siempre presenta como la culminación del estado de Bienestar, que nos advierte de que se trata de un camino sin retorno, con más sombras que luces. Entre estas últimas, y no menores, por cierto, la creación de una red de seguridad para las familias más vulnerables en situaciones de emergencia social sobrevenida, como la que ha provocado la actual pandemia del coronavirus y que vemos tristemente reflejada en la colas para recibir un paquete de alimentos.

Entre las sombras, la cronificación de la pobreza y de la brecha social, la desincentivación de la búsqueda de trabajo, con la deriva hacia la economía sumergida, y la conformación de bolsas de clientelismo político. Incluso en aquellos sistemas, como el ya citado del País Vasco, en el que las prestaciones están vinculadas a la inscripción en los programas de empleo, hay un alto porcentaje de beneficiarios, normalmente con peor formación educativa, que nunca vuelve al mercado laboral. Y, por supuesto, no importa el ciclo económico, la demanda de ese tipo de ayudas nunca desciende. En cierto modo, la renta mínima supone no sólo el reconocimiento de un fracaso social, sino que representa la abdicación de los poderes públicos de su principal deber, que es el de crear las condiciones para que se desarrolle una economía fuerte, con un tejido empresarial competitivo e innovador, que aproveche y dé salida a nuevas generaciones de trabajadores bien formados. La renta mínima, además, hay que poder pagarla.

Y, en ese sentido, no deja de ser preocupante que, a menos de quince días de la anunciada aprobación del Real Decreto, se siga sin conocer su coste para el erario público, más allá de groseras estimaciones. Tampoco ha sido capaz el ministro Escrivá de aclarar en qué situación quedan los actuales programas sociales de las comunidades autónomas, ya de por sí muy desiguales, ni las cautelas que se arbitran para evitar los previsibles intentos de cobro irregular de las prestaciones. Comprendemos las dificultades del ministro a la hora de lidiar con el maximalismo populista de sus socios de Podemos, pero lo menos que se le puede exigir es una memoria económica de una medida de tanta trascendencia, más, cuando se prevé una caída brutal del PIB nacional, de los ingresos fiscales del Estado y del mercado de trabajo.