Editoriales

El Gobierno se estrella con la inmigración

Se peca de nuevo de oscurantismo y mendacidad en los traslados a la península

El Gobierno se estrella con la inmigración
El Gobierno se estrella con la inmigraciónKiko HuescaAgencia EFE

La inmigración irregular es para nuestro país una reválida endémica como lo es para una buena parte de las primeras economías del mundo. Evidentemente, y la experiencia lo certifica, no existen soluciones mágicas y los atajos que tientan a los gobernantes grises son meandros que desembocan en el fracaso. Desde hace semanas sufrimos un serio rebrote de flujo de personas desde las costas africanas que ha puesto a Canarias en una tesitura imposible. El dantesco panorama del atestado muelle de Arguineguín quedará como testimonio de oprobio para todos los que contribuyeron a ello de una forma u otra y especialmente para quien pudo y debió haberlo evitado y no lo hizo: el Gobierno. Se denunciaron entonces violaciones de los derechos humanos en aquel aparcadero de personas prácticamente a la intemperie. Como es su norma, el Ejecutivo socialcomunista, que había convertido la inmigración en un espectáculo propagandístico en sus primeras semanas en el poder, aventando al mundo su carácter de buen samaritano, ignoró el colapso canario hasta que la dimensión sobrepasó la esfera nacional. A diferencia de la gestión de la crisis de los cayucos en 2006, que dirigió con pulso la entonces vicepresidenta De la Vega, la avalancha presente ha retratado las carencias y la desatención de un gabinete sin respuesta. Pero peor aún que la incomparecencia de los primeros momentos han resultado las decisiones posteriores, esa respuesta errática, equívoca y oscurantista. Se pasó de convertir Canarias en un gueto sin traslados a la península a meter a los inmigrantes en aviones con nocturnidad y alevosía hasta repartirlos por distintas autonomías sin conocimiento de las fuerzas de seguridad ni de las autoridades locales con el pueril convencimiento de que ese puente aéreo pasaría inadvertido. Para después negar que el Gobierno fuera responsable de ese éxodo – el Ministerio del Interior dijo que «no financia ni organiza traslados ni en el pasado ni en la actualidad»– y rectificarse de nuevo tras reconocer que sí, que el tránsito existía pero solo de un puñado de personas especialmente vulnerables. Tanta mentira sería insoportable para cualquier administración democrática y político serio, pero en este caso se ha convertido en un hábito descarado. El papel de Grande Marlaska, especialmente, pero no solo, justificaría sobradamente su relevo, pero hemos perdido toda esperanza de que este Gobierno coloque el listón de la ética política a la altura de cualquier estado de derecho y rinda responsabilidades. Esta semana decía el ministro Ábalos con razón que la inmigración es una política de estado en la que no cabe la demagogia, pero ese mensaje debiera dirigirse especialmente a las filas propias y a las de sus coaligados. El buenismo sin más alimenta el drama. Se necesitan planes, claro, en origen y en destino, nacionales y europeos, por humanidad y también por seguridad, pero sobre todo se demandan gobernantes que piensen más allá del engendro propagandístico de turno.