Editorial
Paradoja europea a costa de Ucrania
En la cumbre de Versalles se ha dado un portazo, de sonido más o menos amortiguado por el terciopelo de la retórica diplomática, al proceso de ingreso de Kiev en la UE
Los líderes de la UE se han dado cita en la cumbre informal celebrada este jueves y viernes en Versalles, cerca de París, para reforzar la posición y la respuesta frente a la invasión de Ucrania. Vladimir Putin ha surtido un efecto entre detonante y catalizador en las voluntades de los socios que han girado los goznes de un tiempo distinto, peculiar, en el que la parsimoniosa maquinaria europea parece decidida a pisar el acelerador hasta cierto punto y en según qué aspectos considerados como claves sin que hubieran merecido la atención y la determinación que necesitaban desde hacía tiempo. El futuro pasará para los veintisiete por un aumento drástico del gasto en defensa y la búsqueda de la independencia energética como ejes sobre los que el proyecto comunitario podría afrontar con las garantías adecuadas un escenario geoestratégico marcado por una amenaza creciente y cierta. El Kremlin y su expansionismo criminal han acabado con la arcadia feliz y el sueño de una sociedad inconsciente y buenista de que la libertad y la seguridad, de que derechos fundamentales que alumbran la civilización de la prosperidad, estaban asegurados para la eternidad. Es un hecho que el mundo ideal puede saltar por los aires si no estamos preparados, dispuestos y dotados para sacrificarse y defenderlo. Ucrania es una trágica lección, pero en sí misma también un deber y un frente sobre el que combatir para sostener los principios de la democracia ante la tiranía. Los líderes comunitarios han exhibido en estos días el discurso del compromiso y la colaboración con Kiev. Hay que reconocer, en este sentido, para ser justos con Bruselas, el caudal insospechado de sanciones a Moscú, su régimen y sus finanzas con estragos y consecuencias por determinar, así como el fondo millonario destinado a recursos militares para el bando atacado. Pero como toda realidad, existe otra cara, menos agraciada y más descorazonadora. En la cumbre de Versalles ha habido otra ración de talante desangelado y frío europeo, el mismo que descartó desde el primer minuto la defensa militar activa de Ucrania. En el cónclave galo se ha dado un portazo, de sonido más o menos amortiguado por el terciopelo de la retórica diplomática, al proceso de ingreso de Kiev en la UE. No habrá trato especial ni se acelerarán los plazos por mucho que Bruselas considere al país mártir miembro de la familia europea. Pero lo es de aquella manera. Esa ha sido la cruda certeza que Zelenski y sus compatriotas han comprendido en estas jornadas de tormento. La solidaridad, la lealtad y el coraje internacionales se parapetan en unos límites que no se sobrepasarán para cobijarse y contener los daños colaterales de la deflagración bélica. Sí, pero no. La paradoja hipócrita de la ancestral diplomacia. La vieja Europa se mantendrá firme en su lado de la orilla, el humanitario, el político y el económico, que no es poco, aunque las víctimas ni lo sepan ni se enteren. El plantón comunitario define el voluntarismo occidental y la distancia de Bruselas, que no contempla una excepción con la Ucrania desangrada, «un país en guerra» que tendrá que esperar los años habituales siempre que exista para entonces.
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