Editorial
Espionajes en un Estado de Derecho
El Gobierno debe explicarse con detalle sobre lo que conoce y en todo caso verificar qué hay de cierto en la denuncia
Una investigación del portal Citizenlab y The New Yorker ha desvelado que presuntamente al menos 60 líderes independentistas fueron víctimas del sistema de ciberespionaje Pegasus entre 2017 y 2020, en el cénit del procés. La herramienta en cuestión es un spyware o software espía que se infiltra en los móviles y que puede entrar a cualquier dispositivo a través de mensajes de texto o de brechas de seguridad de aplicaciones de mensajería instantánea. En teoría Pegasus solo se puede vender a los gobiernos, por lo que las posibilidades de que círculos particulares, extraoficiales, participaran en intervenciones de este calado parecen remotas. En nuestro país, el CNI dispondría de esos medios que fueron adquiridos para operaciones en el extranjero, nunca dentro de nuestras fronteras, y siempre bajo un estricto control judicial –un magistrado del Tribunal Supremo está adscrito para supervisar sus actuaciones– para salvaguardar los derechos fundamentales amparados por la Constitución. Entre los objetivos de esta supuesta vigilancia se encontrarían los expresidentes catalanes Quim Torra y Artur Mas o el actual, Pere Aragonès, además de otros políticos y activistas secesionistas. De momento, todas las referencias sobre el caso se remiten a un trabajo digamos que periodístico, por lo que es obligado dejar constancia de que los supuestos hechos están sujetos a la condicionalidad que toda presunción lleva aparejada. Nada es descartable en torno a las conclusiones de esas indagaciones, incluido que resultaran finalmente inciertas, tendenciosas o incluso legales si contaron con la cobertura de una autorización judicial. Nos parece obligado poner por delante la premisa de que a día de hoy no existen hechos irrefutables, aunque sí materia indiciaria suficiente sobre conductas muy graves en un Estado de Derecho como la posibilidad de que se haya producido un proceso de escuchas masivas que podría haber vulnerado derechos básicos de decenas de personas. Los cauces para rastrear lo que pudo o no haber ocurrido, incluido la depuración de responsabilidades, están perfectamente reglados. Se adentran en una área compleja, que puede alcanzar la materia clasificada. Sea como fuere, una democracia no puede permitirse zonas grises ni atajos ni guiarse por la doctrina de que el fin justifica los medios. No somos sospechosos de apego y cercanía con el independentismo, responsable de un proceso de fractura civil y de una involución democrática en Cataluña, pero nada de eso limita ni condiciona el respeto a sus derechos como ciudadanos españoles. A la espera de si se judicializan o no las actuaciones, el Gobierno debe explicarse con detalle sobre lo que conoce y en todo caso verificar qué hay de cierto en la denuncia. El episodio no se puede cerrar en falso. Si se produjeron, debemos conocer si esas escuchas masivas tenían el amparo judicial y si en este caso hubo o no una extralimitación. Y no porque sea inteligente no regalar más munición al separatismo, pues no la ha necesitado para difamar a España, sino porque una democracia plena y garantista se mide por convicciones como el amparo de las libertades de todos, también las de aquellos que se esfuerzan por destruirla. Esa es su grandeza.
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