Editorial

Los años perdidos de la política catalana

El presidente de la Generalitat de Cataluña, Pere Aragonés, no debería quejarse en exceso de los palos en las ruedas de sus socios, puesto que era perfectamente consciente de la imposibilidad de cumplir los acuerdos de investidura firmados con los post convergentes de Junts. De creer lo contrario, ERC no habría actuado durante estos años de legislatura de fiel escudero parlamentario del Ejecutivo central, porque el pacto que consintió el actual gobierno catalán especificaba que, una vez culminado el inevitable naufragio de la mesa de diálogo, había que «preparar la confrontación cívica» con el Estado, con vistas a la consecución por la vía rápida de la independencia.

Por supuesto, ni sus socios de Junts ni, también, las CUP, podían creer sinceramente que cinco años después del fracaso del procés iba a ser posible alcanzar sus objetivos, pero, al menos, su posición respondía a una lógica política y, sobre todo, dejaba en manos de los antiguos convergentes el «botón nuclear» de la ruptura del gobierno y el adelanto electoral. Es decir, que las huestes de Laura Borrás podían ejercer con comodidad el papel de oposición dentro del propio ejecutivo, con el consiguiente desgaste de los republicanos, y conservando parte de su influencia política y su financiación a través de las consejerías que detentan.

Si bien no era la primera vez que Junts tensaba la cuerda con sus socios, su petición en el debate parlamentario del martes para que Aragonés se sometiera a un voto de confianza suponía un golpe a la propia autoridad del gobierno catalán de muy complicada digestión y semilla de futuros encontronazos al que era preciso responder. Y la respuesta, en forma de un ultimátum, era la única posible al alcance del presidente de la Generalitat. Por un lado, trasladaba la responsabilidad de la eventual ruptura a los post convergentes y, por otro, obligaba a retratarse a la cúpula de Junts, una vez que parecía descartado que sus consejeros quisieran salir del ejecutivo por su propia voluntad.

De cualquier forma, la tensión política permanente entre las dos grandes formaciones nacionalistas catalanas no es más que el último reflejo de tantos años perdidos en Cataluña, y no sólo los que se cuentan desde el procés. Es el relato de cómo la persecución de la entelequia separatista, por encima de los intereses generales de una población a la que se pretendía llevar a la ruptura, no ha hecho más que dañar el presente y el futuro del Principado. Que, todavía, con la reciente experiencia en carne viva, haya dirigentes políticos como Laura Borrás o Jordi Turull que sigan alimentando falsas expectativas, ajenas a cualquier posible realidad, que acaban por provocar el desaliento y la desafección social, es incomprensible desde la racionalidad, la que pide una gestión que haga posible que Cataluña recupere su posición económica y encare con garantías las graves dificultades actuales.