Luiz Inácio Lula da Silva
Brasil, un gigante con los pies del populismo
Se puede dar, pues, por seguro que Lula va a llevar a cabo una contrarreforma completa del proceso de liberalización económica que impulsó su antecesor, que pretendía reducir el peso del Estado sobre la economía de Brasil
Nada podría convenir más a España y al conjunto de Iberoamérica que Brasil, una de las grandes potencias del mundo, recuperara la estabilidad política y volviera a la senda del crecimiento económico. No en vano, el gigante suramericano es el segundo destinatario en el continente de las inversiones exteriores españolas, por detrás de México, que suponen más de 40.000 millones de euros, con fuerte presencia en los sectores de la banca, la energía, los seguros, el turismo y las telecomunicaciones. Y sin embargo, la toma de posesión del nuevo presidente, Lula Da Silva, que encara su tercer mandato, apunta a una vuelta al populismo de izquierdas, el mismo que llevó al país al decrecimiento y a una crisis institucional vinculada con la corrupción.
Pero si la situación económica y social no es, precisamente, boyante, pese a la recuperación del PIB tras la pandemia, el hecho, insólito, de que el presidente saliente, Jair Bolsonaro, haya emprendido una huida «preventiva» a los Estados Unidos, sin entregar la Banda presidencial a su sucesor, es la mejor muestra de la brutal fractura política que golpea a Brasil, dividido en dos sectores extremos que no reconocen mutuamente la legitimidad en el ejercicio del poder. Las vigilias ante los cuarteles militares de centenares de simpatizantes de Bolsonaro, instando a un golpe de Estado, podrán ser meramente anecdóticas, pero la realidad es que Lula difícilmente va a poder gobernar contra la mitad de los ciudadanos, más, si persiste en ese discurso maniqueo en el que atribuye toda la responsabilidad sobre la mala situación financiera del Estado a las políticas de su antecesor, no sólo olvidando las consecuencias de la grave crisis sanitaria que hubo que afrontar, sino también, lo que es peor, que en la gestión de su correligionaria, Dilma Rousseff, que llevó a una caída del 3 por ciento del PIB en 2016, hay que buscar buena parte de los desequilibrios presupuestarios del país.
Se puede dar, pues, por seguro que Lula va a llevar a cabo una contrarreforma completa del proceso de liberalización económica que impulsó su antecesor, que pretendía reducir el peso del Estado sobre la economía de Brasil, al tiempo que pretende incrementar un gasto social que sólo podría sostenerse desde el crecimiento, lo que no parece que vaya a suceder, al menos, mientras China, el gran inversor extranjero en Brasil y su principal cliente, no recupere el impulso perdido por la pandemia.
Se nos dirá, y es cierto, que la presidencia de Lula comienza en un escenario regional muy propicio a sus intereses, con la izquierda más radical gobernando en los principales países del continente. Pero la otra cara de la moneda nos dice que sus presuntos aliados naturales no son muy proclives al mercado abierto y a la liberalización de los flujos financieros, que es lo que más necesita ese gigante.
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