Editorial
Razones para la prevención ante el TC
Las funciones del Constitucional están tasadas y su capacidad para interpretar la norma fundamental no admite la arbitrariedad
Cándido Conde-Pumpido ha sido elegido presidente del Tribunal Constitucional. El resultado de seis votos contra cinco ha resuelto la escaramuza en el bloque de la mayoría después de que María Luisa Balaguer hubiera decidido mantener su candidatura. Finalmente, salvo ella, el resto de los magistrados ubicados en la izquierda judicial ha actuado cohesionado no solo para refrendar a Conde-Pumpido, sino también a Inmaculada Montalbán como vicepresidenta, con lo que se ha quebrantado la tradición de repartir ambos honores entre las dos sensibilidades del Tribunal. La única incógnita era el sentido del voto de María Luisa Segoviano y se ha resuelto sin sorpresas y conforme a los planes previos. Conde-Pumpido era el gran favorito de Moncloa y el Gobierno nada ha hecho para disimular sus intenciones. Ha maniobrado sin pudor ni escrúpulos legales para alcanzar los objetivos de un Constitucional poroso a los deseos de la izquierda en el poder y especialmente a los del presidente. En este sentido, el dantesco espectáculo desplegado por el Ejecutivo, con una intromisión insólita e irregular en el proceso de renovación del supremo intérprete de la Carta Magna, su pretensión de desactivar los equilibrios y los contrapoderes, exclusivamente para certificar una sobre el papel tutela constitucional, no ha favorecido la confianza en quien, al menos de partida, debería acreditarla. La designación del ex ministro de Justicia Juan Carlos Campo y la ex alto cargo de Moncloa Laura Díez, propuestos por el Gobierno, ha sido la expresión de lo que Pedro Sánchez quiere para el Tribunal: magistrados de mérito y capacidad controvertidas, pero de lealtad inquebrantable. Queremos dejar constancia de la competencia y la experiencia jurídicas del nuevo presidente del TC y de la mayoría de sus compañeros, eminentes juristas, con perfiles adecuados. Más allá de los precedentes y el bagaje que a todos acompañan, y que en algunos casos generan inquietudes comprensibles, Conde-Pumpido y el resto de magistrados serán valorados a través de sus sentencias y votos particulares y no antes. Tienen un colosal trabajo por delante, con asuntos de enorme calado pendientes, y su obligación es ponerse manos a la obra. Hacerlo sin interferencias ni injerencias, lo que con este Gobierno, vista su conducta de las últimas semanas, se antoja una ilusión. Y es ese el principal motivo para el desasosiego sobre los derroteros en la cúspide constitucional. Sería nefasto para nuestra alicaída democracia que el tribunal de garantías siquiera diera la impresión de ejercer como correa de transmisión de la voluntad del Ejecutivo. Las funciones del TC están tasadas y su capacidad para interpretar la norma fundamental no es discrecional ni puede ser arbitraria, con principios capitales que no admiten relecturas. La «Constitución no permite ni la secesión ni la independencia ni la autodeterminación». Las primeras palabras de Conde-Pumpido sobre un principio que no requeriría ni mención y menos aclaración nos anticipan un horizonte sombrío.
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