Universidad

Apertura de curso con nubarrones

De los 350.000 estudiantes que empiezan la universidad, alrededor de 77.000 no concluirán el primer año

La UPNA habilita un sistema de aulas "espejo" e híbridas para estudiantes
Las universidades catalanas garantizan clases presenciales a los alumnos de primer curso EFE/ Jesús DigesJesús DigesAgencia EFE

Unos 350.000 jóvenes, estudiante arriba, estudiante abajo, han iniciado ya el curso académico y han experimentado ese cosquilleo que se tiene cuando se entra en una Universidad por primera vez. Todos ellos han creado expectativas durante el verano sobre a quién conocerán, cómo serán sus profesores, si serán capaces de enfrentarse al nuevo reto académico, qué vida les espera después de la Universidad y, en fin, cualquier pregunta que cabe dentro de la mente de un estudiante novato.

Muchos de ellos, ingenuamente, no son conscientes de que, como resume Gregorio Luri, su estancia en la Universidad tiene como objetivo reducir en el menor tiempo posible la distancia entre la ignorancia y el conocimiento. Tampoco son conscientes de que ese conocimiento que deberían adquirir va a definir el futuro de su aportación a la sociedad y su bienestar. En fin, no son conscientes de que los cuatro años que empiezan ahora son, probablemente, los más importantes de su vida.

Muchos de ellos ni tan siquiera saben por qué están en esas aulas. Los datos que el Ministerio público a finales de agosto sobre la tasa de abandono académico en el primer año muestran que un 22% de esos 350.000 estudiantes, alrededor de 77.000, estudiante arriba, estudiante abajo, no concluirán su primer año en la Universidad. Si dividimos el número de estudiantes entre la cifra de los presupuestos de las universidades podemos estimar que el coste anual de cada uno de ellos está en el entorno de 7.500 euros. Esto significa que, euro arriba, euro abajo, 580 millones de euros públicos no tienen un retorno óptimo. A esta cantidad hay que añadir los costes privados que son imposibles de evaluar.

El coste del fracaso no se limita a esas cifras, de por sí ya exorbitantes. El coste real lo sufren aquellos que han iniciado unos estudios en los que realmente no se veían implicados o, simplemente, no tenían nivel suficiente para asumir (lo que es un fracaso del sistema educativo). También lo asume la sociedad, que ve cómo un capital humano valioso, por distintas razones, no es capaz de adquirir las competencias necesarias para aportar en una economía cada vez más compleja, donde la digitalización está modificando las formas de creación de valor de cara al futuro.

La OCDE dio a conocer el año pasado sus perspectivas sobre la automatización en Europa. El informe señalaba que cerca del 25% de los puestos de trabajo en España están en riesgo de desaparición por la digitalización. Por supuesto esta cifra no es homogénea en todos los sectores: mientras que en agricultura esta cifra está por encima del 50%, aquellos puestos de trabajo con competencias más especializadas y vinculadas con la digitalización se enfrentan a cifras menores del 5%. Aquellos que se quedan fuera de una formación que garantice las competencias más demandadas por el mercado sufren mayor riesgo de quedarse excluidos de la economía más productiva e, indirectamente, se enfrentan a situaciones de desigualdad que arrastrarán a lo largo de toda su vida.

Cabría esperar que la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) que está tramitando ahora mismo en el Congreso el ministro Subirats estuviese orientada a resolver estos problemas. Sería también importante que el Real Decreto que la ministra Alegría está preparando con la nueva EBAU permitiese a los estudiantes llegar más preparados e informados a la Universidad, con mayores competencias y conocimientos académicos que garantizasen el éxito en los estudios y con una mayor orientación sobre qué estudios quieren realizar y cómo tener éxito en los mismos.

Pero no. La LOSU se centra, de forma infructuosa, en tratar de contentar a unos y a otros sin proporcionar el cambio que la Universidad necesita. Seguimos teniendo un modelo de gobernanza que no ha tenido ningún cambio significativo en los últimos cuarenta años y que está cooptado por lo que Acemoglu y Robinson denominan las élites extractivas: grupos de poder que tratan de perpetuarse el sistema buscando su bienestar propio y no ofrecen alternativas que faciliten la mejora del sistema. La nueva EBAU es, sin duda, continuación de la mediocridad que propone la LOMLOE.

La LOSU no aporta soluciones reales a los problemas de la educación superior. Se diseña una nueva carrera académica que solo resuelve problemas locales y sigue sin garantizar el éxito de los más preparados. Se atomiza más todavía el sistema universitario español sin ningún fin vinculado al éxito de la Universidad, solo al equilibrio parlamentario que debe garantizar la aprobación de la ley. A pesar de la apariencia, se fomenta la endogamia del sistema y se desperdicia una magnífica oportunidad de cambio por seguir opciones partidistas. Tampoco resuelve la financiación, simplemente pasa la patata caliente a las comunidades autónomas que se encuentran pagando una fiesta a la que ellos no han invitado que les va a costar más de 2.500 millones de euros sin la garantía de que la inversión pueda controlarse de forma efectiva.

Esta es la realidad de esos 350.000 jóvenes. Cuando esta semana veía sus caras llenas de ilusión no podía estar más que de acuerdo con el profesor José María da Rocha de la Universidad de Vigo, que en un informe de Fedea, pedía que por favor las leyes no se hiciesen pensando en los profesores, sino en la calidad de los titulados. Esos chicos de 18 años no saben qué será de su futuro. Pero soy optimista. Pueden estar seguros que, tanto yo, como muchísimos como yo, haremos nuestro mayor esfuerzo para que puedan tener la mayor calidad en sus estudios a pesar de las leyes que oscurecen el horizonte.