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Política

El Decamerón del coronavirus (41): “Coleta con gomina”

Pablo Iglesias, durante la rueda de Prensa JM CUADRADO HANDOUTEFE

Anteayer compareció por televisión el vicepresidente del gobierno y todavía me estoy riendo. La hilaridad proviene de que alguien le debió decir a Iglesias que la única manera de que su coleta diera bien en pantalla era usando fijador. Supongo que se debió a un mal consejo, pero lo cierto es que el vicepresidente llevaba un volquete de gomina en la cabeza. Era espectacular, en serio. En los anales del estilismo (donde se cuentan historias de espanto) no hay constancia de que nunca se diera un tal acaparamiento de fijador como ese. Se lo debieron echar con una hormigonera y luego pasar un tractor con arado para hacerle las rayas. Parecía uno de aquellos fascistas de las películas de Fellini, cuando el director se ponía a recordar los años treinta de su juventud. La grasienta gomina brillaba bajo los focos y se iba recalentando a medida que el vicepresidente desgranaba sus respuestas. Mientras, los telespectadores, entre risas, recurríamos a mirar la tele con gafas de sol para que tanto reflejo no nos abrasara las retinas. Con la tonelada de acondicionador que Pablo se puso en la cabeza, al volver aquella noche a Galapagar, debía llevar pegada la mitad de la población de insectos de la capital madrileña.

En los años ochenta, era costumbre interpretar un exceso de gomina como indicador de aburguesamiento. No fallaba: en cuanto un amigo empezaba a ganar dinero, la cantidad de gomina en su cráneo aumentaba geométricamente. Era lógico: veníamos de la época de las largas melenas, los colores y los grandes tupés. Todos esos estilismos quedaban muy bien cuando eras joven, veloz y agraciado. Pero en cuanto uno tenía éxito y empezaba a ingresar cantidades importantes, surgían los compromisos y casi no daba tiempo a peinarse. Un día tenías que ir a la televisión, otro a una reunión de trabajo y debías aparecer con una imagen aceptable, no hecho unos zorros. Así que terminabas recurriendo a esa pasta rancia y grasienta que mantenía el peinado en su sitio pero que era muy desagradable.

Yo entiendo que con esto del aislamiento todos nos estamos dejando ir un poco. Yo mismo, sin ir más lejos, llevo estos días en casa unos pelos que parezco el sabio loco de “Regreso al futuro”. Pero no pienso recurrir a la gomina, pase lo que pase. No solo por una cuestión de aburguesamiento visible -cosa insignificante se mire como se mire- sino porque hay asuntos más urgentes que resolver con la cabeza, en lugar de preocuparse solo de peinársela.

Un asunto colateral, de los muchos que se nos están amontonando sobre la mesa, es el filtro que usan los partidos para seleccionar a los que llegan a la cúspide de sus organigramas. Está clarísimo que ahí tenemos un problema. Esta semana, hemos sabido de un líder político que ha sido detenido por conducir borracho y morder a un policía. Se negó además a que le practicaran pruebas de alcoholemia o hidrofobia. Otra representante de un partido fue condenada por llamarle, a una agente policial, puta, hija de puta, zorra, acusarle falsamente de que se acostaba con todos los municipales y decirle que su hijo tendría que cogerle el arma y pegarle un tiro. Supongo que estaremos todos de acuerdo en que esos no son precisamente los comportamientos que esperamos de nuestros políticos. No les pagamos generosamente para que hagan esas cosas.

Lo preocupante es que sus partidos, en lugar de reconocer que se han colado en sus organigramas gente que no está muy bien, han intentado justificarlos con razones tan peregrinas como que iban a comprar un perro o protestar por un desahucio. ¿Acaso nos toman por estúpidos? Toda la población sabe perfectamente que esas cosas pueden hacerse sin ninguna necesidad de recurrir a esas conductas. Es como cuando Ada Colau intenta hacernos creer que Valtònyc ha sido procesado por cantar un rap. Todos sabemos perfectamente que para cantar un rap no hay ninguna necesidad de proponer que se mate a una u otra persona. No hay nada más nazi que pedir la muerte de este o aquel. Parece mentira que, después de haber existido Hitler y Stalin en el siglo veinte, tengamos que andar todavía repitiendo cosas tan básicas.

Otra característica observable de la gomina en los ochenta es que, a mayor consumo, su usuario iba aumentando sus modos prepotentes, hasta aparecer lo que se dio en llamar los ejecutivos agresivos. Quizá la gomina tiene un componente tóxico que se filtra por el cráneo y llega al cerebro, no lo sé. Pero está claro que lo que ahora toca es quitarse la gomina mental y repensar las estructuras de los partidos para que agresivos de ese tipo no lleguen a estar en disposición de tomar decisiones colectivas. Tristemente, los políticos ven su trabajo como un medio para trepar. El pueblo, en cambio, nos conformamos con que la política sea alejar del poder a los que no andan muy bien de los nervios.