Análisis

Primavera sindical

Las protestas sociales previstas para los próximos meses sitúan a Iglesias en la encrucijada de elegir entre el 15-M y la Moncloa

El 18 de septiembre de 2015 Pablo Iglesias hacía una defensa cerrada de Alexis Tsipras en el mitin de cierre de campaña de las elecciones griegas. El entonces primer ministro heleno se jugaba la reelección (había llegado al poder apenas unos meses antes) en plena crisis de impopularidad por aceptar un rescate de la Unión Europea con peores condiciones que las rechazadas por los propios griegos en referéndum. El azote de la Troika sometido a sus planes más estrictos. Pese al rechazo que generaron sus concesiones a Bruselas en Podemos, Iglesias no dudó en acudir a apoyar al «amigo Tsipras», a quien calificó como «un león que ha defendido a su gente» y que, finalmente, logró revalidar victoria en las urnas y se mantuvo cuatro años en el Palacio Maximou (la Moncloa ateniense). Quizá entonces el líder de Podemos no imaginó que aquel alegato del «cabalgar contradicciones» (según su propia terminología) terminaría convertido en el mejor manual de instrucciones para gestionar su propia presencia en el Gobierno de España. Mientras los partidos de izquierda radical europea han ido perdiendo fuelle y espacios de poder a lo largo de estos años (tanto Syriza en Grecia como, por ejemplo, las escisiones del socialismo francés encabezadas por Jean-Luc Melenchon), el viaje político de Iglesias le ha situado como vicepresidente de la cuarta economía de la UE.

Dosis de realidad

Más allá de las complicaciones de un hiperliderazgo como el suyo para encajar en un Ejecutivo que no controla, la disociación de ejercer de gobernante y de oposición al mismo tiempo le sitúa en una encrucijada similar a la que concibió Robert Louis Stevenson en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (que está a punto de convertirse en el clásico de la literatura más citado en la política española, con permiso de Frankenstein o el moderno Prometeo). Ni siquiera durante el primer año de Gobierno, que debía transitar por los cauces de lo sosegado, han dejado de producirse las contradicciones entre quien aspira a liderar cualquier protesta social (que no le aleje demasiado de aquellos que le auparon en los inicios del 15-M) y que, a la vez, está sometido a su cargo para adoptar decisiones que, por su propia naturaleza transversal, no pueden satisfacer siempre a todos. Este inverosímil equilibrio va enquistándose y haciéndose cada vez más complejo de gestionar. En los próximos meses, además, se agravará a través de dos frentes que discurrirán en paralelo: las exigencias de Bruselas (con la mirada puesta en la concesión de los fondos Next Generation) y las movilizaciones de los sindicatos.

Comienza en la UE el siempre decisivo debate para recuperar las reglas fiscales (objetivos de déficit y deuda) y eso marcará, inevitablemente, el papel de cada uno de los socios en la coalición y los intereses divergentes de cada uno de ellos. Si los ajustes llegaran avanzado 2022 o ya en 2023 se cruzarían con el calendario electoral y harían más compleja la cohabitación en la Moncloa llevándola hasta el cisma.

Y aunque ahí radicará el momento decisivo para Iglesias, en el que tendrá que optar por volver al espíritu de su origen (para recuperar al electorado que ha ido perdiendo en los últimos años) o asumir el precio de las decisiones, serán los sindicatos quienes situarán antes al vicepresidente en esa complicada disyuntiva. Nos encontramos ya ante un ensayo general de la gran decisión que se hará inevitable a medida que avance la legislatura: CC OO y UGT han anunciado movilizaciones a partir del 11 de febrero. Avisan de que se prolongarán en el tiempo y buscan presionar en la subida del salario mínimo, la derogación de la reforma laboral y las pensiones. Precisamente estas cuestiones, las económicas, son las que más grietas han provocado (y provocan) en el Consejo de ministros. Aunque la tensión es tal que incluso asistimos a una reedición de los choques más ideológicos de los primeros meses (aquellas batallas a cuenta de la ley de libertad sexual de Irene Montero o la reforma del Código penal), lo cierto es que los principales enfrentamientos llevan el sello de los asuntos económicos.

Trampantojo de poder

Esta misma semana el ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá, ha protagonizado una agria polémica por la reforma de las pensiones y los detalles de su cálculo (uno de los aspectos clave para la sostenibilidad del sistema) en otro capítulo que evidencia la difícil convivencia de los ministros de Podemos con los socialistas. Y que refleja, además, la pugna (cruda y real) por arrogarse públicamente los éxitos y los logros conseguidos en materia social. La estrategia de Iglesias, que pasa por capitalizar las medidas que puedan ser interpretadas como una mejora de la vida de los ciudadanos y alejarse de todas aquellas más impopulares (llegando a presumir de sus «ministros bolcheviques»), fuerza las costuras de la coalición hasta extremos cada vez más complicados de sostener.

Sin embargo, muchos ven en este afán por atribuirse méritos (o por protagonizar polémicas estériles que soliviantan al PSOE, como la comparación de los exiliados del franquismo con el fugado Carles Puigdemont) una pose para escenificar un poder que no tiene y que le dejaría en una posición de debilidad ante los suyos para justificar el empeño de haber entrado en el Gobierno. Y a esa dicotomía entre el papel del gobernante y el del activista (recordemos al «amigo Tsipras»), se añade el juego de espejos entre el poder real y el fingido, aunque como decía la escritora Alice Walker «nadie es tan poderoso como creemos que es». O, quizá, como quiere hacer creer.