Cataluña
Cataluña: una elegía económica
El daño que se ha hecho ya es muy considerable. Pero todo tiene solución, volviendo a la legalidad constitucional. Para eso supimos redactar con catalanes como Roca Tura y otros muchos la Constitución del 1978.
El daño que se ha hecho ya es muy considerable. Pero todo tiene solución, volviendo a la legalidad constitucional. Para eso supimos redactar con catalanes como Roca Tura y otros muchos la Constitución del 1978.
Todo es de lo más surrealista: cuando ocupaban el área de mayor prosperidad de España, cuando mandaban tanto en el resto del país, cuando el empleo estaba en máximos tras la Gran Recesión de 2008 a 2013, cuando el turismo por tierra, mar y aire batía récords, y cuando Barcelona, la ciudad más importante del Mediterráneo era un potente imán para toda clase de convocatorias, en esas circunstancias bonancibles, plantearon una independencia inverosímil. Con todas las inconveniencias imaginables: salir de Europa, no tener moneda propia, perder la banca que por fin ya tenían –con La Caixa y el Sabadell–, y entrar en una posible depresión de largo plazo. Más que un informe, entendemos que este escrito es una elegía.
Los empresarios, temerosos de la reacción excluidora de su propia Generalidad, no estuvieron a la altura, y no protestaron suficiente por una deriva hacia la fantasía y el desastre. Hubo notables excepciones, como la de José Luis Bonet, que nunca dudó en plantear, desde el principio, lo absurdo de una operación que podría causar incertidumbres, desconfianzas, y posibles empobrecimientos futuros. Y para mayor inri de los gestores de tanta desgracia, cabría recordar aquello que dijo Tarradellas: «En política puede hacerse de todo, menos el ridículo», como está acabando por serlo la «tocatta y fuga» de Puigdemont a Bruselas.
Dicen los de la secesión que son europeístas y lo que hicieron fue preparar minuciosamente su exit de Europa. Dicen que estaban por la prosperidad de los catalanes, y no dudaron en poner en peligro sus mercados más importantes, los europeos incluido el resto de España. Juraron y perjuraron que los bancos no se irían nunca, y fueron los primeros en emprender el éxodo, para no quedarse sin el recurso al BCE. Y manifestaron que las principales empresas se quedarían para siempre en una Cataluña independiente, cuando, llegado el momento, la inmensa mayoría por empleo y facturación trasladaron sus sedes sociales y fiscales a otras plazas financieras de España.
Además, hicieron todo eso sabiendo que no se iba a conseguir la independencia verdadera, sino una autoproclamación al estilo de «Viva Cartagena». Porque esta vez, la intentona de Mas/Junqueras con la CUP hace el número 11 de los planteamientos de irse: algo que empezó, más o menos, hace 600 años, con el Compromiso de Caspe de 1412. Cuando tras la decisión de elegir un nuevo monarca para la Corona de Aragón, como no resultó ser el preferido del Conde de Urgel y sus huestes –los independentistas de entonces–, los urgelistas se levantaron en armas contra un acuerdo tomado conforme a unas reglas del juego predeterminadas.
Y eso mismo sucedió en sucesivas operaciones en la misma dirección. Así, en 1652, después del Corpus de Sangre de 1640, y de tener un rey de Francia como Conde de Barcelona por más de una década –vejando a los catalanes–, se dieron cuenta de que en España eran más libres y vivirían mejor. Ironías de la Historia...
Y otro tanto aconteció después en 1701. Apoyaron inicialmente al nuevo rey Felipe V, para pocos años después, por una miserable conjura británica con algunos tránsfuga locales, los independentistas de entonces se pasaron al pretendiente austríaco. En aquella guerra civil, de la que después tuvieron que volver a España una vez más. En esta ocasión, para avanzar durante casi un siglo en la senda de la prosperidad económica, como pusieron de relieve los historiadores Pierre Vilar y Jaime Vicens Vives; hoy vituperados por los falsos narradores de una historia inventada para Cataluña con el objetivo único de sembrar el odio antiespañol.
No tiene sentido lo que se hizo, y por eso los empresarios conscientes, votaron ya a la República Catalana, como se dice vulgarmente, «con los pies»: con la marcha de directivos fuera de Barcelona y otras ciudades catalanas a sus nuevas sedes al Sur del Ebro.
Pero la crisis constitucional que estamos atravesando también tiene unas enseñanzas que en un tiempo, previsiblemente no muy largo, serán bien aleccionadoras. Se verá lo que ha sido el intento de crear las condiciones para la salida de Europa, lo que son los boicots que pueden producirse sobre productos catalanes, las inversiones que dejarán de llegar, las empresas que no se crearán en lo sucesivo en las cuatro provincias del Principado. Todo eso va a dar mucho que pensar frente a los que propiciaron tanta incertidumbre –entre los sentimientos y las conveniencias personales a veces más que obscuras–: un voto contrario a quienes enarbolaron una estelada, invento fantasioso y pseudocaribeño contra la vieja señera.
En resumen, el daño que se ha hecho ya es muy considerable. Pero todo tiene solución, volviendo a la legalidad constitucional. Y para eso supimos redactar –con catalanes como Roca Junyent, Solé Tura y otros muchos– la Constitución de 1978, con su artículo 155, que no es otra cosa que la intervención federal para poner las cosas en su sitio, como tienen todos los países en que existen regímenes autonómicos.
Dentro de unos meses se comprobará que Cataluña, dentro de España, continuará siendo un espacio más que apreciado, y al que retornarán los impulsos de prosperidad económica y de consenso verdadero, por unas relaciones estructurales con el resto del país de cuya fortaleza nadie podía dudar sino los enloquecidos secesionistas.
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