Política

Tribunal Supremo

El análisis de los expertos: Abraham Castro, Enrique López, José Carlos Cano y Juan del Moral

La Razón
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Un auto contrario a la igualdad y a la culpabilidad

Abraham Castro.Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III de Madrid

El auto de apertura del juicio oral ha consumado el trato desigual dado a la Infanta Doña Cristina, llevándolo hasta sus últimas consecuencias, al no aplicar a la misma la conocida «doctrina Botín». Para ello, se basa en dos pilares fundamentales: la crítica a la propia «doctrina Botín» emanada del Tribunal Supremo, en la que se extiende reproduciendo literalmente diversos votos particulares discrepantes, y en la argumentación jurídica del prestigioso jurista Enrique Gimbernat, expresada días atrás, en la que el primero de los penalistas españoles considera que la mentada doctrina no es aplicable al caso concreto de la Infanta.

No le falta razón al auto cuando señala que la opinión del académico resulta de enorme prestigio, siendo una voz más que autorizada. Para muchos, entre los que me encuentro, el profesor Gimbernat es el principal espada de la academia penalista española, gozando del más alto prestigio y admiración entre los penalistas españoles, muchos de los cuales hemos aprendido Derecho Penal siguiendo sus doctrinas. Sin embargo, creo que en este caso no le asiste la razón al eminente académico, cuyas tesis adopta y reproduce el auto comentado.

En esencia, mantiene Gimbernat –y asume el auto– que la «doctrina Botín» es aplicable cuando el Ministerio Fiscal y el posible acusador particular (en nuestro caso, la Abogacía del Estado), no instan la apertura del juicio oral, haciéndolo sólo la acusación popular. Pero que cuando el Ministerio Fiscal o el acusador particular sí instan la apertura del plenario, contra acusados que sea, el juicio oral debe abrirse contra toda aquella persona que haya sido objeto de acusación, incluso por quien ejerce la acción popular.

Esto es, que cuando el artículo 782.1 de la LECrim. señala que el juez acordará la apertura del juicio oral si lo solicitan el fiscal o la víctima, únicamente está refiriéndose a que se abra o no juicio oral, pero no limita el hecho de que si se abre, esté limitado a determinados acusados. De modo que dicho precepto no autoriza a las acusaciones pública y particular a decidir en exclusiva quiénes deben ser enjuiciados, sino únicamente si debe abrirse o no el juicio. Así las cosas, en los supuestos en que sí se abra juicio oral por el delito en cuestión, porque el fiscal o la acusación particular sí piden el enjuiciamiento de otros encausados por dicho delito, conforme a la tesis de Gimbernat asumida por el auto, sí debería enjuiciarse también a los encausados a quienes sólo acusa el actor popular.

Lo anterior, que más que ser la «doctrina Botín», creo que podríamos denominarla como «doctrina Gimbernat», cuya autorizada opinión asume plenamente el auto, quiebra con ello los principios de igualdad y de culpabilidad, que informan nuestra legislación procesal y penal. En efecto, la «doctrina Gimbernat», que asume el auto, no permite explicar por qué debe ser sometida a juicio una persona, con el consiguiente riesgo cierto de condena penal inherente a todo enjuiciado, cuando en otros procedimientos nunca se podrá juzgar –ni por tanto, condenar– a otras personas a quienes se acusa de haber realizado igual conducta. No hay razón jurídica que permita sostener que dos personas que se encuentran en igual situación procesal (acusadas del mismo delito únicamente por el actor popular) deban ser tratadas de manera desigual, librándose del juicio y eventual condena quien es el único acusado, pero no, en cambio, cuando concurren otros a quienes sí acusan el Fiscal o el acusador particular. La Justicia –con mayúscula– no puede tolerar semejante desigualdad. El auto no explica por qué deba resultar de peor condición procesal el único acusado que el acusado exactamente de lo mismo pero concurriendo otros coacusados.

Ello entronca así mismo con la quiebra del principio de culpabilidad que hemos señalado, ya que la única diferencia entre la situación procesal de uno y otro supuesto, es que haya o no haya otros encausados a quienes sí se abra juicio oral. En Derecho Penal, cada uno responde de sus propios actos, sin que la concurrencia procesal de otros acusados pueda resultar perjudicial para el resto, so pena de flagrante vulneración del principio de culpabilidad.

Por ello, en definitiva, la apertura del juicio oral contra la Infanta viene a consumar la quiebra de los principios de igualdad –pues otros acusados por el actor popular del mismo delito nunca podrán ser enjuiciados ni condenados– y del principio de culpabilidad –pues la única justificación para tal trato desigual es lo que han hecho otros a quienes se abre juicio oral–.

La acción popular, un mar de dudas

Enrique López. Magistrado de la Audiencia Nacional

Ayer conocimos la decisión del juez encargado de la instrucción del conocido «caso Nóos», donde lo más destacado mediáticamente es la decisión de abrir el juicio oral respecto de la Infanta. No seré yo quien critique esa decisión, puesto que, al margen de códigos éticos que puedan articularse, no debemos ser los jueces los que alimentemos la polémica. No obstante, sí que es un buen momento para hacer algún análisis sobre la acción popular y su necesaria y urgente regulación. El juez ha abrazado la tesis de que ninguna limitación en el ejercicio del mismo cabe, con el actual marco legal, para lo cual se carga de argumentos ofrecidos por todos los que así lo defienden. Hay otra tesis, la que sentó el Supremo en la famosa sentencia sobre las cesiones de crédito del Banco de Santander, en la que se sostiene que no se puede abrir el juicio oral sólo a instancias de la acusación popular. Vaya por delante que no estamos ante un tema pacífico, y por ello si cabe es más necesaria una nueva regulación. La tesis del Supremo fue matizada con posterioridad en el «caso Atutxa», donde se dijo que la naturaleza de delito con bienes jurídicos difusos y sin perjudicado concreto, al contrario que en el caso anterior, permite la apertura del juicio oral sólo con la acusación popular. El delito fiscal es un delito donde el perjudicado directo es la Hacienda Pública, de tal forma que si el Abogado del Estado y el Ministerio Fiscal no ejercen la acción penal, podría estarse ante un caso similar a la tesis sostenida por la sentencia del «caso Botín»; pero insisto, no es una cuestión pacífica. El Constitucional ya se ha pronunciado al respecto y así en la STC 215/13 –«caso Atutxa»–, de la que tuve el honor de ser ponente, se analizaron ambas resoluciones del Supremo no advirtiendo ninguna contradicción entre ambas, sino más bien una clara coherencia en su trato diferenciador que debe ser tenida en cuenta por el legislador para garantizar una adecuada seguridad jurídica. La acción popular está prevista en la Constitución y en mi opinión requiere el desarrollo de una determinada configuración legal por parte del legislador que limite el ejercicio de la misma sólo a los casos en los que tiene sentido, delitos sin perjudicados concretos y que lesionen bienes jurídicos difusos, excluyendo en su ejercicio a partidos políticos, personas jurídicas públicas y privadas a excepción de algunas pos sus fines, estableciendo un catálogo de delitos en los que cabe, en la línea propuesta por el TS y el TC. No puede olvidarse el carácter importante pero provisional de esta resolución la cual exigirá un pronunciamiento por parte de la sala de enjuiciamiento. En cualquier caso, cuando se camina de la mano de resoluciones de los Altos Tribunales, nunca se camina solo. Pero al margen del caso concreto, se debe acometer su regulación sin dilación.

Una interpretación alternativa de la Justicia

José Carlos Cano.Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid

El auto del juez Castro ha suscitado una oleada de opiniones, algunas de las cuales se pueden calificar de lúcidas exégesis jurídicas relativas al profuso y fundamentado acto procesal. Otras podrían englobarse en la categoría de comentarios triviales y frugales, otras inciden en los peculiares personalismos que singularizan este procedimiento penal. Permítanme decirles –ya que quizá me lean– que esta contribución no quiere ser otro comentario generalista sin más, porque entendemos que están en juego cuestiones relevantes para la ciudadanía, por lo que será imposible obviar la ponderación de algunos elementos jurídicos, pero aunándolo con un posicionamiento y una perspectiva personales –ineludibles al entrar en la consideración, aunque sea somera, de las circunstancias atinentes al contexto y a los intervinientes y protagonistas del mismo–. Escribí en su momento en este mismo periódico un artículo sobre el auto de imputación a la Infanta Cristina, que se tituló «Imputación por testimonios desairados», en el que ya quise poner de manifiesto que el principio de igualdad no debía encontrar quiebra en circunstancias ajenas al mero procedimiento judicial –en este caso, la condición de infanta de España de la persona que se imputaba–, porque ése constituiría el verdadero quebranto del principio de igualdad.

Sin embargo el juez Castro –él mismo, singular y personalmente– entiende en este auto que ha roto el principio de igualdad al afirmar que «ha sido incluso más garante –con la Infanta– que con los demás imputados, y cualquier censura debiera venir por ese lado». Por esto, habría que comenzar diciendo a su Señoría que no es bueno excusarse de lo que nadie le ha acusado, y que si ha sido más garante respecto de uno de los imputados, el auto podría eventualmente ser calificado de injusto y antijurídico por las respectivas defensas de los demás acusados. En segundo lugar, el juez afirma que ni la «unanimidad le eximiría de valorar el material instructor en la presente pieza separada de cara a decidir sobre la apertura del juicio oral»: por supuesto que compartimos su opinión, y por esta misma razón, al no concurrir esa unanimidad en la acusación, sí es necesaria, preceptiva, vinculante y objetivamente exigible, que el juez en la tremenda responsabilidad que le compete de interesar la apertura de juicio oral y sentar en el banquillo a personas concretas, deba fundamentar el porqué, en qué circunstancias, qué motivación y qué puede alegar para que no se le pueda reprochar o tildar de que actúa con «enfermizo empecinamiento», obviando la «doctrina Botín» del Tribunal Supremo, y optando por la más amplia que se adoptó en el caso del señor Atutxa. Es evidente que ésta es la razón por la que el juez dedica numerosos folios y esfuerzos a justificar la dudosa pertinencia de la admisibilidad de la acusación popular en solitario como único fundamento para que la Infanta Cristina se siente en el banquillo. Sin embargo, el señor juez quizá debiese haber entrado en el fondo de la cuestión, la valoración, calificación y ponderación de los bienes jurídicos puestos en peligro: Si Hacienda somos todos, quizá debiésemos querellarnos todos –Manos Limpias no se puede atribuir la representación procesal de la generalidad–, todavía más si cabe cuando ni la Agencia Tributaria, ni la Abogacía del Estado, ni el Ministerio Fiscal han sostenido esa apertura de juicio oral respecto de la Infanta. No se trata de una cuestión doctrinal ni de alegatos jurídicamente sustentados, quizá subyace en el auto una interpretación alternativa de la justicia, tendente a ese inaprehensible y evanescente concepto de Justicia universal.

No por esperado es menos discutible

Juan del Moral. Ex fiscal de la Audiencia Nacional

A nadie sorprende el auto del juez Castro abriendo el juicio oral contra la Infanta... y decimos que a nadie sorprende dado que desde el inicio de la instrucción, era fácil suponer que la Infanta se sentaría en el banquillo a la vista de las manifestaciones que el citado instructor venía haciendo a través de sus resoluciones judiciales, contando para ello con la imprescindible ayuda de la acción popular. Trata de justificar una postura que casa mal con la doctrina mantenida por nuestro Alto Tribunal, dando así nacimiento a una nueva doctrina sobre el carácter del delito por el que se acusa a la Infanta, delito al que bautiza de titularidad colectiva, naturaleza difusa o de carácter metaindividual.

Sabemos que no se trata de una cuestión pacífica, puesto que por todos son conocidas las posturas encontradas acerca de si la acusación popular estaría legitimada por sí sola para solicitar la apertura del juicio oral en ausencia de la acusación pública, representada por el Ministerio Fiscal, y la privada, representada por el perjudicado, en delitos como el que se atribuye a la Infanta Cristina.

Lo que llama la atención es el esfuerzo que el instructor hace en su auto por legitimar su postura. Por un lado, cuestionando la posición del Ministerio Fiscal en el procedimiento, donde se le llega a acusar de no proteger de la misma manera a todas las partes del procedimiento y no cumplir la función que la Constitución parece encomendarle, y, por otro lado, tratando de desvirtuar la doctrina sentada por el Tribunal Supremo en las sentencias de 2007 («caso Botín») y 2008 («caso Atutxa»). Esfuerzos para buscar fundamentos que le permitan apartarse de una doctrina que incluso cuestiona por la mera referencia a la persona contra la que se dirigía el procedimiento donde el Tribunal Supremo se pronunció, lo que evidencia ese esfuerzo sobrehumano para no acoger la doctrina sentada por el Alto Tribunal y el escaso rigor jurídico en este punto.

Sea como fuere, la jurisprudencia, como recoge el juez en su propio auto, forma parte de nuestro ordenamiento jurídico y por mucho que sea cuestionable, debe ser aplicable en sus justos términos. Es claro, por mucho que el instructor trate de justificar, que el interés que subyace en el delito que se atribuye a la Infanta, delito contra la Hacienda Pública, es un interés generalizado o difuso, lo cierto es que el Tribunal Supremo ha venido manifestando que el titular del perjuicio en este tipo de delitos está representado por la Abogacía del Estado y si la Abogacía del Estado no ejercita acción penal no puede ser ocupado ese lugar por ningún otro titular, so pretexto de un interés generalizado o difuso representado en que «Hacienda somos todos» como nos recuerda el Instructor. Así pues, si el Ministerio Fiscal garante del principio de legalidad y el Abogado del Estado defensor del perjudicado en estos delitos, considera que no se debe acusar a la Infanta; la misma no puede ni debe someterse al escarnio público que es lo que parece que subyace en el fondo de la cuestión a mi parecer.

Estoy convencido que al inicio del juicio prosperará como cuestión previa la aplicación de la doctrina del llamado «caso Botín» y que la Infanta no será juzgada, pero el mal ya está hecho y se habrá conseguido sentar a Doña Cristina en el banquillo de los acusados. Cuestión diferente será cómo resarcirla del mismo, pero eso será otro cantar y posiblemente a nadie interese ya.