El desafío independentista
El inquietante destino de nuestra España
Es la madrugada del lunes 9 de noviembre. No consigo conciliar el sueño, a pesar de que nunca he necesitado píldoras para dormir a pierna suelta. Hoy será un día histórico. Mucho se abusa de tal calificativo en esta época de mediocridad para cualquier acontecimiento, a veces trivial. Dentro de unas horas, muy pocas, el Parlamento de Cataluña, cuya legitimidad deriva directamente de la Constitución Española de 1978, sin intermediarios historicistas, será el escenario en el que se represente una farsa esperpéntica que haría reír a muchos, si no apuntara directamente al corazón de los españoles de bien. Allí, resonarán las palabras que anuncien el advenimiento de la República Catalana independiente, pretendiendo «deconectarla» de España. Un grupo de gentes que no representan la voluntad general, mayoritariamente partidaria de mantener la unión con el resto de sus compatriotas, así lo impondrá. Grupo del que, por otra parte, nada de positivo para el bien común puede serle imputado, pero cuya influencia negativa ha desencadenado la decadencia de una región próspera y emprendedora, convirtiéndola en hostil e insegura, como la que encontraron don Quijote y Sancho en su camino hacia Barcelona.
Ese puñado de gentes anodinas a quienes ha cegado una tenaz campaña propagandística desde las propias instituciones constitucionales tiene por objetivo hacer añicos el proyecto colectivo que el orbe conoce como España desde que fuera protagonista de la historia. Sé que no lo conseguirán, por supuesto, pero el mero hecho de que lo propongan me entristece porque esta situación pudo haber sido evitada si se hubiera actuado a tiempo. ¿Cuándo? Desde la elaboración del texto constitucional, donde se incluyó en el artículo 2 la expresión «nacionalidades», cuya peligrosidad pusieron de manifiesto muchos. Por más que se empeñen algunos, España no ha sido ni es una «nación de naciones» ni un Estado «plurinacional», en el sentido que hoy, agotado el concepto romántico de la palabra nación, tiene en el mundo al que pertenecemos culturalmente. En la Constitución de Cádiz los españoles de ambos hemisferios integraban la nación española y ésta es la única que reconoce nuestra vigente Constitución.
La andadura desnortada empezó ya con Adolfo Suárez, que nos legó un Título VIII, regulador del Estado de las Autonomías, notoriamente disolvente, denunciado como tal por todos cuantos cultivábamos el Derecho Público. Luego vino el descarrilamiento de la LOAPA, los pactos de PSOE y PP con los nacionalismos para la «gobernabilidad», alcanzable con facilidad si ambos partidos hubieran tenido sentido del Estado, más tarde se entregaron las competencias sobre educación, función estratégica para la cohesión social y finalmente la traca, el Estatuto del presidente Rodríguez Zapatero, que metía deliberadamente goles en su propia portería porque su objetivo último no difería del que ahora nos presentan los separatistas, dinamitar el sistema constitucional. Lo impidieron la ignorancia enciclopédica del propulsor y la crisis que puso de manifiesto su incompetencia y cortó el «septenio negro». En esta diatriba, no cerremos los ojos a nuestra pasividad frente a la desobediencia sistemática al Tribunal Supremo y al Constitucional, permitiendo así que pudieran ser sancionados quienes rotulaban en castellano sus comercios o que no se cumplieran los horarios lectivos de la «lingua franca», la española. En ese momento, justamente entonces, debió utilizarse el artículo 155 CE, que no está previsto para ser administrado como la extremaunción.
Se ha dejado pudrir la situación, pero por fortuna aún se está a tiempo de reconducirla a la senda constitucional, con mesura pero con firmeza. La Constitución tiene una panoplia de soluciones para desmontar en cuestión de horas la torpe y enloquecida fuga a la «tierra de nunca jamás» emprendida por los antisistema e incluso guarda otros resortes en la segunda línea por si la obcecación nublara el paisaje. El primer escudo será a buen seguro el Tribunal Constitucional, la fuerza de la razón, por si se hubiere de utilizar la razón de la fuerza, siempre que no sólo suspenda la eficacia de la proclama, sino que a continuación la anule sin levantar mano. El artículo 1,2 CE expresa con nitidez que la «soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» y en consecuencia, la legitimidad de todas las instituciones, entre ellas la Generalidad con su Gobierno y el Parlamento de Cataluña. Y el artículo 2 proclama la «indisoluble unidad de la nación española». Por eso, y porque no he perdido la fe en nuestro pueblo, que reacciona siempre con dignidad en los trances más críticos, sé que España sobrevivirá íntegra con Cataluña en su seno si, olvidando desacuerdos menores, nos apiñamos con lealtad constitucional sin reservas mentales tras el presidente del Gobierno, responsable del timón. Pero con esa seguridad que no es triunfalismo, puesto ya el pie en el estribo, pensando en las generaciones venideras y en su España, «me abrasa el alma –como a Sánchez Albornoz– su inquietante destino».
*Pte. de la Sección de Derecho Constitucional en la RAJYL
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