Cerco a la corrupción
La legitimidad de la eficacia
La legitimidad de las instituciones públicas no se mide, en nuestra época, por la corrección de las formas ni de los procedimientos, con ser éstos manifestaciones de la legalidad que deben respetarse. La legitimidad importante, la que determina la aceptación o rechazo de las instituciones y de quienes las dirigen, es la legitimidad de la eficacia. Las instituciones han de alcanzar los objetivos que justificaron su creación. De otro modo, pierden el sentido de su permanencia.
Así como la Justicia ha de juzgar en plazo razonable y con garantías, y ejecutar la sentencia de modo inmediato, dando sentido al esfuerzo realizado, del mismo modo los partidos políticos han de servir a las tres finalidades que justifican su existencia. Por un lado, han de canalizar el pluralismo de la sociedad, que es uno de los grandes valores constitucionales. Por otro, deben asegurar que la voluntad popular determine la orientación de la vida política, de modo que ésta sea el reflejo de la soberanía que reside en el pueblo. Por último, los partidos deben asegurar la participación de todos los ciudadanos, constituyendo así el puente entre el designio político y la acción de gobierno.
Para que estos objetivos puedan alcanzarse, es premisa fundamental la ética de las autoridades públicas, sin la cual la actuación de los partidos nunca será eficaz, sino que naufragará entre la desidia y la indiferencia. No es suficiente con que la Constitución prohíba la arbitrariedad de los poderes públicos (artículo Nueve), ni que ordene a las autoridades que actúen sometidas a la Ley y de modo imparcial (artículo 103), ni que se considere delito el soborno, el tráfico de influencias o la malversación de fondos.
Para el éxito de la misión que la sociedad encomienda a los partidos aparece como necesario, en el difícil contexto en que nos movemos, un Pacto Institucional por la Ética Pública, que debe propugnar algunas grandes ideas generales. En primer lugar debe asumirse que, con independencia de lo que establezcan los tribunales en los procesos, la responsabilidad política debe exigirse en cuanto los indicios racionales de criminalidad obligan a la instauración de una causa penal en que el juez haya acordado el procesamiento o adoptado medidas cautelares contra determinada persona pública.
En segundo lugar, los partidos deben institucionalizar cauces internos de defensa de la ética de sus dirigentes, sin que ello implique que dichas actuaciones deban ser equivalentes a Tribunales de Honor, prohibidos por nuestra Carta Magna (artículo 26). En tercer lugar, los partidos deben potenciar la transparencia en todos los ámbitos, tanto políticos como económicos y financieros, de modo que los ciudadanos verifiquen que los partidos actúan en su interés y les rinden cuenta de sus actos.
Por último, los partidos deben ejercer una labor de consolidación del espíritu de servicio. La autoridad pública se concede para servir a la sociedad, debiendo calar la idea de que la quiebra de la ética pública conlleva inexorablemente la responsabilidad de los infractores y la reprobación de quienes no han podido o no han querido pedir cuentas de las actuaciones ilícitas.
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