Comunismo

La última batalla del comunismo español: negar los crímenes de Stalin

Colau permite la presentación de un libro negacionista. Cedió un espacio público que al final denegó ante las presiones y el acto se trasladó a un local del Sant Andreu

El comunismo reverdece Cartel de la Primera Feria del Libro Marxista que contó con el apoyo del ayuntamiento de Ada Colau hasta que la presión de la prensa obligó a la alcaldesa a rectificar
El comunismo reverdece Cartel de la Primera Feria del Libro Marxista que contó con el apoyo del ayuntamiento de Ada Colau hasta que la presión de la prensa obligó a la alcaldesa a rectificarlarazon

Colau permite la presentación de un libro negacionista. Cedió un espacio público que al final denegó ante las presiones y el acto se trasladó a un local del Sant Andreu.

La negación del Holocausto está penada por la ley. El fundamento, recogido en nuestro Código Penal, es que no se puede tolerar que públicamente se niegue, trivialice o enaltezcan los delitos de genocidio o de lesa humanidad, ni a sus autores. Esto se aplica con rapidez al nacionalsocialismo, pero en los últimos años asistimos a un aumento del negacionismo comunista; es decir, a la justificación de la dictadura marxista-leninista, junto a la exhibición de emblemas, simbología, efigies, frases y libros que enaltecen la ideología más criminal del siglo XX.

Nos hemos acostumbrado a que Alberto Garzón, diputado en una democracia liberal, y sus compañeros de Unidos Podemos, defiendan públicamente el comunismo y a sus tiranos, como Fidel Castro –que causó más muertos y represión que el dictador Batista–, sin que suponga ningún coste social o repercusión judicial. El último episodio lo ha protagonizado el ayuntamiento de Ada Colau, que cedió un espacio público en Barcelona para la celebración de la «I Feria del libro marxista» en la que, entre otras cosas, se presentaba el libro de Ricardo Rodríguez titulado «Stalin insólito” (Editorial Templando el Acero, 2017). La obra, escrita por un comunista, afirma que el genocidio estalinista es una falsificación, que los asesinatos que se cometieron fueron sin que «el Padrecito» lo supiera, y que los gulags son «fábulas” de Solzhenitsyn.

La presión de parte de la prensa barcelonesa ha conseguido que la alcaldesa Colau retirara la cesión. Sin embargo, el PCE madrileño organizó en el pasado mayo la presentación del libro estalinista, algo, por cierto, que el PCE de Santiago Carrillo que reapareció en 1977, comprometido con la democracia, no hubiera permitido. Desde 1956, los comunistas de Italia, Francia y España se separaron de Moscú y defendieron lo que se llamó «eurocomunismo», que sirvió de base al consenso y a la Transición a la democracia en nuestro país, asunto que ahora parece olvidarse.

Hoy, el comunismo soviético ha reverdecido en Europa. Al principio se trataba del viejo truco de defender la idea frente a la mala práctica; es decir, que la crítica y el propósito de Lenin y de los bolcheviques eran buenos, pero que se ejecutó mal. Esto lo propagaron los medios educativos, artísticos e informativos de la Nueva Izquierda, la «rebelde» de los años 60, que mitificó el comunismo y condenó a los soviéticos. En los últimos años se ha dado un paso más: no solo el objetivo y la jerga comunistas son «progresistas», sino que las «élites extractivas» capitalistas han mentido sobre sus crímenes.

Este negacionismo comenzó en la Europa de entreguerras, cuando Willi Münzenberg, agente soviético, iba comprando voluntades de escritores, profesores y periodistas para que hicieran propaganda de la URSS. Albert Camus, ya en los cincuenta, se enfrentó a Sartre porque equiparó nacionalsocialismo y comunismo, mientras que el último, alienado con Moscú, decía, en una clara justificación de la liquidación social, que el compromiso político era más fuerte que la moral. Aquella cruel y mezquina tolerancia de los intelectuales occidentales estuvo en la base de «Koba el Temible», la autobiografía de Martin Amis sobre la vida miserable y sangrienta en la Rusia de Stalin. También la encontramos en «Los que vivimos», la novela de Ayn Rand con los recuerdos de su infancia rusa.

El genocidio, o exterminio selectivo, y la liquidación social que llevaron a cabo Lenin y Stalin tuvieron tres fases. Durante la guerra civil, entre el golpe de Estado de enero de 1918 y finales de 1922, crearon la policía política, los campos de concentración e iniciaron el terror como forma de gobierno. El genocidio no comenzó con Stalin, sino que éste siguió y perfeccionó los métodos de Lenin, quien así ordenaba el terror en un telegrama del 10 de agosto de 1918: «Es preciso dar un escarmiento. 1. Colgad (y digo colgad de manera que la gente lo vea) al menos a cien kulaks, ricos y chupasangres conocidos. (...). Haced esto de manera que en centenares de leguas a la redonda la gente lo vea, tiemble, sepa y se diga: matan y continuarán matando». Y así lo hicieron durante décadas.

La segunda fase de los crímenes, hasta 1936, se desarrolló contra el campesino propietario, los kulaks, a los que se expropió, exterminó y deportó. Fue la época de creación de los gulags y de la hambruna forzada que provocó millones de muertos. La tercera fase fue la del «Gran Terror», desde 1936 a finales de 1938, en la que se asesinó a todo sospechoso y a los rivales políticos. Karl Schlögel, en su estudio «Terror y utopía: Moscú en 1937», contabiliza no menos de dos millones de muertos, con cerca de 2.000 sentencias por día. En todo ese tiempo hubo una línea continua: el exterminio de grupos étnicos, religiosos y sociales, como cosacos, tártaros, chechenos, judíos, homosexuales, o polacos. Así, por ejemplo, tras el pacto con Hitler en 1938, Stalin y los suyos ocuparon su parte de Polonia al año siguiente y mandaron asesinar a 15.000 militares y civiles en Katyn.

El debate sobre los millones de muertos que causó el comunismo está abierto. Algunos historiadores, como Stephane Courtois y su equipo, cifran en 20 millones los asesinados solamente en Rusia. Robert Conquest calcula que entre 1930 y 1937 más de 14 millones fueron víctimas del hambre forzada, las deportaciones y las ejecuciones que acompañaron la política económica soviética y a la «deskulakización». El número total de víctimas supera a las de todos los países durante la Primera Guerra Mundial y a las del Holocausto perpetrado por los nacionalsocialistas.

La falta de concreción en el número de fallecidos se debe a que no se tiene constancia documental más que de datos parciales de los gulags y de los juicios. Muchos desaparecieron en las deportaciones y en el hambre provocada por el Gobierno –hasta cinco millones de ucranianos- y en las ejecuciones arbitrarias de la policía política. De la pantomima de juicios de la época de Stalin, que murió en 1953, se tienen nominados hasta un millón y medio de muertos solo por opiniones políticas. Es evidente que no cabe negación alguna de estos crímenes.