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Opinión

Materiales para una reconstrucción (II): abrir camino

Sánchez pidió árnica a sus socios en un acto explícito de continuidad construida con recursos conocidos: desplazar la atención y convertir la crítica en ataque

Feijóo se dirige al atril con Pedro Sánchez detrás, en el Pleno del Congreso de los Diputados Alberto R. RoldánPHOTOGRAPHERS

El Congreso debería ser el espacio en donde la política se explica, se somete a escrutinio y ofrece respuestas. Hoy no lo es. No lo ha sido en años. Y esta semana lo hemos vuelto a comprobar con la comparecencia del presidente del Gobierno. No acudió a rendir cuentas, sino a confirmar que no piensa hacerlo. No acudió a asumir consecuencias, sino a ordenar el relato porque la corrupción, en este esquema, ha dejado de ser un problema para convertirse en un componente asumido.

El Gobierno no la combate, la contiene. La atraviesa, la mide, la relativiza y, finalmente, la absorbe. No hay escándalo que modifique el rumbo, ni exigencia externa que fuerce una rectificación. Porque Sánchez no acudió a explicarse ante la nación, sino a pedir árnica a sus socios en un acto explícito de continuidad construida con recursos conocidos: desplazar la atención, convertir la crítica en ataque político y agotar el escándalo por repetición, creyendo que la legitimidad se conserva si se controla el marco.

En este modelo, el deterioro institucional no es un error ni un daño colateral, sino una condición previa y buscada de supervivencia, dejándose por el camino no ya la confianza, que es palabra manidísima, sino el sentido de las instituciones. Estas pueden seguir funcionando en lo formal, pero dejan de tener densidad política a base de ser violentadas desde un poder que se ejerce como si las normas fueran negociables y los principios, accesorios.

La novedad es que ya nadie espera otra cosa. El problema no es solo que la corrupción esté ahí. El problema es que ya no interrumpe nada. La maquinaria política ha aprendido a digerirla sin consecuencias reales. La comparecencia del presidente fue una prueba más de esa capacidad: una intervención que no corrige, sino que sobrevive. Sánchez ha convertido gobernar en una administración constante de coyunturas, no en el sostenimiento de un propósito. El Ejecutivo no actúa para mejorar el sistema, sino para contener los riesgos que él mismo genera. La política deja de tener dirección cuando su único objetivo es resistir. Sánchez confía en su mayoría, en la capacidad de resistir a base de discurso y en las tragaderas sin fondo con las que contentar a quienes le sostienen y son ya sus cómplices políticos.

Este tipo de gestión no solo erosiona la confianza, que es ya una palabra fatigada. Erosiona el sentido. Si el Gobierno trata cada crisis como una cuestión de comunicación, y cada cuestionamiento como una operación ajena, lo que se diluye no es la imagen de un partido, sino la estructura misma de la representación. Lo que queda no es escepticismo. Es distancia, es la retirada emocional de una parte del país. Y cuando eso ocurre, el pacto implícito que sostiene el orden común se vuelve decorativo. Las instituciones funcionan mientras se cree en ellas. No por su arquitectura legal, sino por el valor que encarnan. Si quienes las dirigen actúan como si estuvieran por encima de esa idea, entonces la ley pierde su carácter vinculante y se convierte en herramienta. No porque cambie el texto, sino porque se rompe el principio. Y ese quiebre no se repara con más reformas, sino con actos que restituyan la proporción entre poder y responsabilidad.

El pacto social no se sostiene con palabras, sino con límites. Límites visibles, compartidos, estables. No basta con invocar la ley, hay que mostrar que nadie puede actuar al margen de ella sin consecuencia. Rehacer ese pacto no exige más leyes, sino una forma distinta de ejercer el poder. Una forma que recupere la proporcionalidad, el sentido institucional, la contención. No se trata de encontrar una política nueva, sino de aplicar con rigor la que ya debería estar en marcha. El post-sanchismo no será solo –o no debería– una tarea de desmontaje, sino de reconstrucción.

Una basada en reglas comunes que vuelvan a ser creídas, en instituciones que no estén al servicio de quienes las controlan, y en una idea de poder sometida de nuevo a condiciones. No se trata de inventar una nueva arquitectura del Estado, sino de recordar que una democracia solo se mantiene si quienes la habitan reconocen que hay principios que no pueden doblarse cada semana según convenga. El país no necesita una promesa distinta. Necesita que alguien cumpla lo esencial.

Todo lo que ha ocurrido esta semana confirma que ese camino aún no se ha emprendido, pero que puede emprenderse. La urgencia es real porque cuando las normas se desdibujan, alguien siempre encuentra la forma de ocupar ese espacio con fuerza, no con legitimidad. Y entonces ya no hay pacto, solo poder.