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«Recuperar la confianza, reafirmar la ejemplaridad»
El presidente del Gobierno escribe para LA RAZÓN coincidiendo con el Pleno en el Congreso que aborda un importante paquete de medidas del Ejecutivo para tratar de frenar la corrupción.
Hoy debatimos en el Congreso de los Diputados un importante paquete de reformas legislativas para endurecer la respuesta del Estado ante los casos de corrupción. No es la primera vez que debatimos en la Cámara sobre este asunto; tampoco son las primeras medidas que ha aprobado mi Gobierno en esta dirección. Pero sí es la primera ocasión en que ponemos sobre la mesa un conjunto legislativo de tanta amplitud, coherencia y exigencia en la materia.
Estas medidas quieren reafirmar la ejemplaridad en nuestra vida pública y erigirse como una respuesta contundente al profundo y justificado malestar de los ciudadanos ante la sucesión de escándalos. Unos escándalos cuya instrucción se eterniza en los juzgados y que erosionan día a día la confianza en las instituciones y el crédito de quienes nos dedicamos al servicio ciudadano. Si estas corruptelas coinciden, además, con una crisis económica tan grave como la que hemos vivido, atajar estas situaciones con resolución se convierte en un imperativo ético y de sensibilidad hacia quienes peor lo han pasado.
Lamentablemente, ningún delito –como todos sabemos– puede erradicarse por un mero acto de la voluntad del legislador. Nadie puede obligar a nadie a ser decente por ley, porque la decencia tiene que ver con la educación del corazón. Por eso, bajo el peor de los regímenes hay gentes ejemplares, y en la más sólida de las democracias, hay personas que buscan corromperse y corromper. Dicho esto, una democracia sólo es digna de tal nombre si sabe estar a la altura de su ideal: si lo daña, el interés público se resiente gravemente. Y el ideal de una democracia sana pasa por consagrar la lucha por el propio derecho, por la expulsión de las conductas indeseables y, también, por la exigencia del «decorum», ese término latino que traducimos por ejemplaridad y que es exigible al servidor público por ostentar un poder basado en una previa relación de confianza.
Desde este punto de vista, las graves corruptelas a las que hemos asistido abren un campo a la reflexión. Estos casos demuestran que la corrupción que nos escandaliza es mala; en cambio, el escándalo que nos produce la corrupción es bueno, al activar en nosotros el vigor moral necesario para hacerles frente. Y así, estos mismos casos nos han demostrado que, lejos de ser una sociedad transigente con estas prácticas, la española es una sociedad celosamente intolerante con la corrupción. Y con ese rechazo en firme, demuestra su propia madurez democrática.
Tal y como se ha dicho, si huimos de demagogias, no podemos afirmar que nunca volverá a haber un nuevo caso de corrupción. En cambio, sí podemos ofrecer a los ciudadanos una respuesta política firme ante los escándalos. Y también podemos, a través de una mayor dureza de las leyes, disuadir y castigar eficazmente los comportamientos reprochables e impulsar la transparencia, la rendición de cuentas y el perfeccionamiento de los sistemas de control: en una palabra, la ejemplaridad.
Las medidas que hoy debatiremos no son improvisadas: son fruto de la discusión con otros grupos, de la atención a los ciudadanos y del criterio de los expertos. Afectan desde la financiación de los partidos políticos hasta el modelo de funcionamiento de los mismos; desde la forma de contratar por parte de la Administración, hasta los requisitos que han de cumplir los altos cargos públicos en el desempeño de sus funciones; desde el endurecimiento de determinados delitos hasta la manera en que se puede agilizar la instrucción de los sumarios.
Desde el primer Debate de Política General que se celebró en esta legislatura, siempre he manifestado la necesidad de avanzar en la lucha contra la corrupción. Desde el primer momento, mi Gobierno ha defendido la independencia de jueces y fiscales para llevar a cabo su tarea, fueran quienes fueran los investigados. Pero si es la Justicia la que decide quiénes son culpables, somos los políticos quienes debemos ofrecer una respuesta política a un problema de hondo calado social.
Es cierto que la gran mayoría de políticos en España trabaja ejemplar y lealmente por el bien común, cada uno desde su posición ideológica, y son esos políticos honrados los más perjudicados por la sospecha generalizada. También es cierto que policías, jueces y fiscales están haciendo eficaz y ejemplarmente su trabajo. No hay en España ningún tipo de impunidad. No hay injerencias políticas en la investigación o descalificaciones a la Justicia o a la Prensa, como hemos visto en otras épocas. El Estado de Derecho responde, también en los casos en que la corrupción –como estamos viendo estos días– se ha producido en el pasado y no en el presente.
Todo esto es cierto, pero también lo es la alarma entre la población y la desconfianza de nuestros compatriotas hacia las instituciones y a quienes les representamos en ellas. Por ello, del mismo modo que hemos tenido que trabajar durísimamente para sobreponernos a la crisis económica, toca ahora recuperar la confianza de los españoles en su democracia y sus instituciones y apuntalar su ejemplaridad. El Gobierno se ha puesto a la cabeza de este empeño, pero no quiere estar solo en esta tarea. Llevamos nuestras propuestas, pero queremos incorporar las mejoras de otros grupos. Sólo así daremos la respuesta que de nosotros esperan los españoles.
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