40 años de la Constitución
Reformar, sí, pero hay que saber qué
En España casi todo dura cuarenta años. El turno pacífico entre conservadores y liberales funcionó bien entre 1876, la Constitución de Cánovas, y 1917, la gran cris de la Restauración. Desparecidos los grandes caudillos conservadores y liberales, los partidos del turno se debilitan, el Parlamento se fragmenta y no hay posibilidad alguna de acordar las grandes reformas que España necesitaba. Se suceden los gobiernos débiles y las crisis orientales que hacen casi inevitable la dictadura de Primo de Rivera. La dictadura franquista dura otros cuarenta años. Y en estos días, cuarenta años después de la aprobación de la Constitución, los dos grandes partidos que la hicieron posible –UCD y PP, de un lado; PSOE, de otro– se han dividido internamente y han perdido peso en la Carrera de San Jerónimo. En 2015 lo que había sido un partido de «singles» se convierte en un partido de dobles: PP y Ciudadanos a un lado de la pista, y PSOE y Podemos al otro. La recientes elecciones andaluzas han hecho emerger a un nuevo jugador, Vox. A los que hay que añadir los partidos de ámbito territorial. El problema no es solo de número; es un problema existencial. Podemos está empecinado en hacer una enmienda a la totalidad de lo que significó la Transición política para sustituir la legitimidad que emana de la Constitución por otra que directamente conecte con la II República. Los separatistas catalanes están empecinados en modificar la Constitución
–introduciendo el derecho de autodeterminación– por procedimientos no previstos en la propia Constitución. Lo que Gabriel Naude, el bibliotecario del cardenal Mazarino, calificaba técnicamente como un golpe de estado. Soy perfectamente consciente que en la situación actual es difícil reformar la Constitución, pero creo que es posible. Siempre que seamos conscientes de que no se pueden tocar aquellos preceptos que constituyen el cimiento de nuestra convivencia: los que atribuyen la soberanía nacional a todo el pueblo español y los que consagran la unidad de España –previsiones incluidas en todas las Constituciones del mundo, salvo las de Etiopia y Saint Kitts y Nevis–; los que definen España como una Nación de ciudadanos iguales en derechos y en obligaciones; y, finalmente, los que pudieran erosionar la cohesión social. Porque en el siglo XXI, una nación es un entorno de solidaridad o no es una nación. Lo que sí hay que corregir son los defectos de diseño: fallos de funcionamiento y taras que el paso del tiempo ha dejado al desnudo, como si se tratase de grietas en las tapias de un viejo edificio. Son defectos de diseño la discriminación por razón del sexo en la sucesión al trono, la indeterminación en el reparto de competencias entre Estado y Comunidades, la configuración del Senado y el escaso –por no decir nulo– tratamiento de la capital cuestión de la financiación de las comunidades autónomas. Son defectos de funcionamiento la escasa coordinación entre las comunidades autónomas y, sobre todo, una referencia clara a la lealtad constitucional y a los mecanismos de defensa de la Constitución, que son capitales en un Estado complejo. Reformar lo que no funciona es la forma más segura de preservar los preceptos que definen nuestra identidad constitucional.
La reforma constitucional es deseable, pero debe hacerse respetando tres premisas: el procedimiento establecido en la propia Constitución, debe hacerse siguiendo el método que se siguió en 1978 (el consenso) y debe respetarse una norma de elemental prudencia. Esto es delimitar con absoluta claridad cuál es el objeto y los preceptos a modificar. Si no, se abriría un proceso constituyente de consecuencias incalculables.
Y, sobre todo, sabiendo que la reforma constitucional tiene dos objetivos claros: recuperar la idea de España como un proyecto sugestivo del bien común y consolidar el Estado de las Autonomías para evitar una deriva que de, no corregirse, haría del Estado Central un Estado puramente residual.
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