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Sociedad madura, soluciones sensatas

La historia de España está a la altura de nuestros vecinos europeos: la Transición y la monarquía han traído estabilidad

La Razón
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España no es una sociedad corrupta. Sin embargo, existen casos concretos de corrupción, más de la cuenta, siempre intolerables. La corrupción es un cáncer para la democracia constitucional, porque causa daños irreparables a la confianza de los ciudadanos en el poder, seña de identidad de un sistema político legítimo. Al margen de tópicos (interesados) sobre el norte y el sur o de lecturas superficiales de Max Weber sobre la ética calvinista y el espíritu del capitalismo, es imprescindible situar cada cosa en su sitio. Alan Solomont se despidió de su embajada con una reflexión muy certera: los españoles no confían en sí mismos. Producto, sin duda, de una larga experiencia de políticas excluyentes y sectarismos intolerantes. En todo caso, la historia de España es equiparable para bien y para mal con cualquier otra, a la altura (cuando no por encima) de nuestros vecinos europeos, tantas veces enemigos, ahora felizmente socios y afines.

Con sus grandezas y servidumbres, la Transición supo forjar un proyecto sugestivo de vida en común, en términos orteguianos. La monarquía parlamentaria, instaurada por la Constitución de 1978, nos trajo un periodo desconocido de estabilidad política y prosperidad económica, ahora empañada por una crisis de alcance internacional. Es cierto que la crisis pone en cuestión buena parte de lo que era sólido, matizando el inteligente título de Muñoz Molina. Digo buena parte, y no todo, porque la sociedad española es en el fondo más madura de lo que algunos piensan, o tal vez desean. Aquí no hay estallido social, como ocurre en tantos sitios: últimamente, Brasil o Turquía, pero hace poco en Suecia y otras admirables democracias nórdicas. Aquí no prosperan las ocurrencias populistas que desquician los sistemas parlamentarios de países que sentimos muy cercanos, como Italia. Aquí no hay partidos (serios) que propongan la salida del euro o el abandono de la Unión Europea como falsa solución autárquica para problemas globales. Tengamos en cuenta esta realidad antes de lanzar juicios apresurados. Nuestra sociedad padece una situación dramática en materia de desempleo, particularmente grave respecto a los jóvenes. Por eso, la prioridad absoluta de un Gobierno sensato es crear las condiciones socioeconómicas necesarias para ofrecer un puesto de trabajo digno a millones de personas. El pacto de cara a Europa entre Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba responde a un deseo social expresado muchas veces por los ciudadanos a través de las encuestas. El «minipopulus» que reflejan los sondeos reclama a los políticos que otorguen prioridad al interés general frente al partidismo coyuntural. Algunos critican ahora lo mismo que llevan exigiendo desde hace año y medio. He escrito más de una vez que la política no es geometría, pero tampoco hay que caer en el despropósito permanente. Puestos a buscar malos hábitos congénitos, dan ganas de volver la mirada hacia ese ruidoso sector de eternos descontentos y exigirles un poco más de rigor. No hay bálsamo de Fierabrás para curar de una sola vez todos los males. Más bien, siguiendo en la órbita del Quijote, «cada cual es hijo de sus obras». En el terreno de la reforma institucional, el programa del Gobierno es ambicioso y a la vez realista. Ahí está la Ley de Transparencia, Acceso a la Información y Buen Gobierno. Vamos a llegar casi los últimos en el ámbito de la Unión Europea, pero a cambio tendremos una ley moderna, ambiciosa y con un generoso ámbito de aplicación: partidos, sindicatos, organizaciones empresariales, Casa del Rey y órganos constitucionales, así como entidades que se financian esencialmente con fondos públicos. Esta misma semana ha rendido cuentas la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas: una exhaustiva auditoría de la realidad del sector público junto con una serie de medidas orientadas en la buena dirección. En el horizonte próximo, la traducción en proyectos de ley de las medidas contra la corrupción anunciadas en su día por el presidente del Gobierno y avaladas, sin ningún voto en contra, por el Congreso de los Diputados. Planes a medio plazo para regular la actividad de las organizaciones de intereses, el control económico-financiero de los partidos políticos o la cercanía de los ciudadanos a las instituciones a través de sus legítimos representantes. Estamos, pues, en el camino de una democracia de mejor calidad, sin esperar soluciones mágicas ni anunciar paraísos ficticios. Porque la democracia es representativa por definición, aunque pueda y deba ser completada por mecanismos ágiles de participación directa. Los datos dicen mucho más que los tópicos al uso. Recuérdese que 24.590.557 españoles votamos libremente en las elecciones generales de 2011. Ello supone el 71.69 por ciento del censo electoral. ¿Seguro que «no nos representan»? El sistema electoral español funciona con la máxima legalidad y precisión. Algunos discuten la «fórmula» D'Hondt, pero la traducción de los votos en escaños procura en todas partes conjugar la fidelidad al sufragio popular con la estabilidad de los gobiernos. En España han gobernado los dos grandes partidos, unas veces con mayoría absoluta, otras con mayorías relativas. En el marco, insisto, de elecciones libres, por utilizar un título clásico de Mckenzie. El debate político y mediático es propio de una «sociedad abierta», en el sentido clásico de Karl Popper. Las libertades públicas funcionan al mismo nivel que en los países más avanzados. Para mejorar las cosas, está en proceso de elaboración un nuevo Plan de Derechos Humanos, con especial atención a los requisitos más exigentes a escala internacional. El pesimismo (mucho peor, el derrotismo) es una rémora para afrontar las situaciones difíciles en el ámbito personal y social. Confianza es el primero y principal de los objetivos para salir de la crisis en el terreno decisivo de la ética pública. Reformas útiles al margen de polémicas estériles. Política de integración y no de exclusión. Lucha implacable contra los corruptos con las armas poderosas del Estado de Derecho y la eficacia administrativa. Reivindicación de la Política con mayúsculas y de las instituciones democráticas. En fin, propuestas atractivas para una sociedad exigente, pero también responsable y madura.

*Director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales