Política

Caso Bárcenas

Yo no acuso

Dos semanas después de abandonar la defensa de Bárcenas y ante las críticas por su decisión, uno de los abogados del ex tesorero reflexiona sobre el cariz que ha tomado el caso

Yo no acuso
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El silencio es el único triunfo definitivo frente al que nada puede la mentira. Y el del hombre, el único consuelo cuando la condena ya ha sido impuesta. Pero el silencio, a veces, es carga ciertamente demasiado pesada para llevar a cuestas y lacera punzante el espíritu de quienes sólo somos simples mortales.

En un mundo como el que hoy nos rodea, sobresaturado de informaciones banales y curiosidades absurdas, el silencio suele ser interpretado como cobardía o, cuando menos, vergonzante escudo frente a la hipervalorada transparencia. Por eso los tahúres de la moral –el gran Serrat emplearía un sustantivo algo más grueso–, tienen fácil el argumento frente al que calla, frente a quien no desnuda cada una de sus miserias –¿alguno puede decir que carezca de ellas?– en el tablón inmenso de la opinión pública: todo lo que no se confiesa en el altar de la transparencia es reprobable; y todo el que no se presta a la algarabía mediática merece sin duda ser contemplado como presunto culpable de sí mismo.

Quienes creemos que hay algo mucho más allá de nuestras limitaciones y quienes creemos, a secas, en un Dios que se hizo hombre a través del sencillo hijo de un carpintero de Galilea aspiramos a creer igualmente que en el silencio puede estar también la Verdad que nos hará libres. El propio Jesucristo –no se olvide– fue juzgado y condenado a muerte, afrontando desde el silencio lo que hubiera podido evitar confesando lo que se esperaba de él. Y antes, en multitud de ocasiones, fue el silencio su respuesta ante quienes vociferaban sabedores de que la verdad proclamada por la muchedumbre suele ser la única que importa. ¿Qué escribiría en el suelo ante la mujer a punto de ser lapidada por presunto adulterio? ¿Qué no dijo cuando los que se burlaban de él en la cruz le instaban a que implorase al Padre a que le salvara de aquella muerte horrible? ¿Qué, en definitiva, no hubiera podido proclamar en cualquier momento para convertir su palabra en realidad eternamente aprehensible por nuestros sentidos?

Hoy el mensaje interesa menos que el hecho de que se presente a nuestros ojos y oídos como el grito ensordecedor que algún día pronunciara el atormentado modelo de Munch. Las leyes del silencio están así proscritas, repudiadas por quienes se hartaron de que a su través medraran los asesinos, los extorsionadores y los ladrones. Y, como tantas otras veces, hemos quemado en la misma pira el silencio del inocente con el del culpable. Hemos sustituido el derecho a no reconocer nuestras faltas, que tantos siglos y sufrimiento costó conseguir –¿qué hubiera sido de Juana de Arco, Miguel Servet o Galileo, si lo hubieran podido ejercer?–, por la presunción de que en el silencio sólo se mueven las serpientes y las cucarachas. Y así, proclamamos sin rubor que el acusado tiene derecho a callar pero que si lo hace es sólo por ser culpable. Y hasta algunos dicen que ante el juez sólo vale la verdad, olvidando que la única verdad que reconoce la Ley de un Estado de Derecho es la que se declara probada tras un juicio público y con todas las garantías.

Pero todo eso hoy no cuenta. Sólo vale el megáfono, tradicional o viral –léase wasap, o tuit, o lo que venga– y una voz timbrada y resonante entre las miles que en el silencio repican.