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El ‘Escorial gallego’ ubicado en la tierra de los osos y que tuvo por abad a un nigromante

Este monasterio, prodigio arquitectónico del estilo circense, fue fundado en 1137 configurando un espacio impresionante que mezcla arte y religiosidad con un paisaje difícil de olvidar

Monasterio de Oseira.
Monasterio de Oseira. Turismo de Galicia

Ursaria, la Tierra de los Osos. Un lugar que aflora en la memoria cuando se recorren las inmediaciones del Monasterio de Oseira, adaptación gallega del topónimo. Un espacio impresionante que mezcla arte y religiosidad con un paisaje difícil de olvidar, en el que los montes de la Serra de Martiñá retrotraen al visitante a los tiempos de los monjes medievales. Aquellos en los que, sin duda, los osos vagaban libremente.

Oseira se ve observada por la cumbre de la Pena Veidosa, monte declarado Lugar de Importancia Comunitaria. En total, más de 2.000 hectáreas protegidas en el corazón de la Dorsal Gallega, a caballo entre el municipio ourensano de San Cristovo de Cea, donde se ubica el monasterio, y el de Carballedo.

Una riqueza paisajística, la de la Pena Veidosa, que surge como contrapunto al esplendor patrimonial del Monasterio, centro espiritual y económico de la comarca desde hace casi mil años.

Oseira, conocido como ‘El Escorial gallego’, fue fundado en el año 1137 por monjes de la orden del Císter. La elección del lugar, en este valle rodeado de naturaleza, se debió a su aislamiento y serenidad, ideales para la vida monástica.

Oseira es un prodigio arquitectónico del estilo cisterciense, congregación que vivió una época de esplendor en los siglos finales de la Edad Media, para después, llegada la Moderna, encadenar una serie de desgracias que estuvieron a punto de clausurarla.

En 1552 un incendio dañó severamente todos los edificios, salvo la iglesia, y llegó a pensarse en trasladar el cenobio a otro lugar. Sin embargo, los distintos abades consiguieron financiación para reconstruir el centro.

La leyenda del nigromante

Entre ellos, tal vez estuviese don Lorenzo, uno de esos jóvenes de otra época que, según cuenta la leyenda, tenía gustos y aficiones peculiares. Una forma sutil, casi eufemística, de referirse a la nigromancia: el arte de invocar los espíritus de los muertos para que éstos expliquen, desde el pasado, el porvenir.

Lorenzo y un amigo suyo, ambos estudiantes en Toledo, frecuentaban oscuros lugares, cámaras de piedra fría, tumbas olvidadas en las que buscaban el hablar de los difuntos. Un día, sin embargo, el compañero cayó enfermo y, arrostrado por la fiebre, comprendió que su vida le conducía directo hacia el infierno.

En el último momento, Lorenzo pidió a su amigo que algún día volviese a visitarlo para contarle, por fin, qué había más allá de la muerte. Una promesa con la que cumplir su eterna y vieja aspiración.

Desde aquel instante, el joven rezaba y esperaba en la confianza de obtener, algún día, noticias de su compañero. Una tarde, orando frente a una imagen de la Virgen, creyó oír un gemido, una especie de suspiro tétrico que empañaba toda la estancia. Buscando no halló nada, para descubrir, después, la imagen de la Virgen sobre el suelo. En su lugar, un aire vibrante y misterioso.

Entonces, Lorenzo vio a su amigo. O tal vez sería mejor decir que lo sintió, pue el fantasma de este le invitó a acercarse y extender la mano y, al hacerlo, una gota de sudor cayó sobre su palma. Aquella sensación cambió la vida de Lorenzo para siempre: fue un furor seco, un estremecimiento húmedo, una mezcla de gritos y carroña, una sensación de soledad perpetua.

“Lo que tú has sentido un instante, yo lo sufro para toda la eternidad, Lorenzo”. Las palabras retumbaron en la mente del joven, que no dudó en abandonar Toledo y buscar refugio en el Císter, donde hoy figura en los anales de la orden monacal. En Oseira. Tierra de osos.