El Cairo
A lomos de un pura sangre
La Princesa española, así la llamaba Suzzane Mubarak, puso rumbo a Egipto junto a otras tres personas. Allí la esperaba yo, seguro de que Doña Elena acudía a lo que se vislumbraba como un viaje en parejas, mezcla de «pasión turca», turismo y ocio. Y digo vislumbraba porque mi información era errónea: sí viajaban cuatro personas, pero dos eran escoltas masculinos y la tercer, una agente de la Guardia Civil que siempre acompaña en sus desplazamientos a la Infanta. A su llegada, descubrimos que se trataba de un viaje oficial. Después de ver a Juan Chávez de «¡Hola!», nos acreditamos en la Embajada española y pasamos a formar parte de la «troupe» que seguía los pasos de Doña Elena por los zocos, los museos, las pirámides, cenas en barcos que recorrían el Nilo e, incluso, una noche en la ópera.
Las primeras palabras que sin protocolo de por medio he cruzado con ella fueron después de darme un coscorrón en uno de los pasadizos mientras visitábamos una de la míticas pirámides de Guiza, a pocos minutos de El Cairo. Doña Elena, preocupada, me preguntó: «¿Te has hecho daño? ¿Todo bien? ¿Te echo una mano?». Contesté con naturalidad: «Sí, me puede coger la cámara y salgo de aquí». A partir de ese instante mi concepto sobre la Infanta cambió. No era una mujer enfadada con el mundo y ni mucho menos tenía un carácter avinagrado. Cargó con la cámara unos minutos más por aquellos túneles hasta que logré convencerla de que ya estaba recuperado. Durante aquellos maravillosos días coincidimos alguna noche en el casino del Hotel Marriot de El Cairo, en el que nos hospedábamos. Y fue allí, en la tienda de recuerdos, donde decidimos entre los fotógrafos regalarle una camiseta de Tintín a lomos de un camello frente a la Piramide de Keops. A la mañana siguiente le hice entrega del regalo en una colina desde la que se divisaban las tres pirámides de Egipto. Elena accedió a romper el protocolo y aceptó el obsequio con una sonrisa. Le hizo ilusión recibir el detalle. Aproveché un instante de la conversación para acercarme a su oído y espetarle: «No la hemos comprado, la hemos robado, que tiene más valor. Nos hemos jugado ir a la cárcel por usted». Todavía recuerdo cómo contuvo la carcajada tras mis palabras. Meses después, la lucía con orgullo en el Club de Campo de Madrid.
Lo pasamos muy bien durante ese viaje, pero el broche de oro fue un paseo a caballo hasta unas pirámides desde una finca a las puertas del desierto, donde nos habían invitado a almorzar. Allí conocimos a una nieta de Ernest Hemingway. El resto de fotógrafos y la escolta se desplazaban por carretera mientras Doña Elena, un servidor y varios guerreros ataviados al más puro estilo Lawrence de Arabia, nos perdíamos por el horizonte de arena y marfil. A nuestra llegadafuimos inmortalizados por los compañeros. Me gustaría recuperar esa imagen en la que tan sólo salíamos una Princesa, un fotógrafo y dos pura sangre árabes. «¡Hola!» la tiene que tener en sus archivos.
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