Restringido
José Sacristán: «Tengo un alma de portera que no me la merezco»
José Sacristán / ACTOR
Empujado por el aliento aventurero de su admirado Marcial Lafuente Estefanía, a los diez años escribía novelas del Oeste. Quizá las tenga guardadas en algún viejo baúl, junto a los álbumes de cromos («Astros y estrellas de la pantalla») que coleccionaba febrilmente. Pepe Sacristán vio en su pueblo la primera película y se quedó tan fascinado como un pastorcito ante la aparición de la Virgen. En un principio no quería ser actor, que vaya usted a saber qué era eso; quería ser artista de cine como los que aparecían en sus coloreados cromos.
–¿Y qué pasó cuando se convirtió en cromo usted mismo?
–Ya se puede imaginar la ilusión que me hizo. Pero mis hijos me cambiaban por Víctor Mature.
–Grave decisión: dejar la mecánica para hacerse actor...
–Iba al taller porque había que ayudar en casa, pero era el mecánico más inútil de la historia. Sabía que aquello era eventual; ya estaba convencido de que iba a ser artista. Siempre he sido hombre de fe.
Llamaban al teléfono de la vecina para contratarle. No reniega de nada de lo que hizo: «Sería un miserable, hay que estar agradecido a los comienzos y a todos los que me dieron trabajo». Y que no le toquen a su Mariano Ozores, al que considera de la familia.
–Buero Vallejo jugaba al dominó con Vizcaíno Casas. Usted, de izquierdas, entrañable amigo de los Ozores, de derechas. ¿Sabe por qué ese ejemplo de convivencia no cunde en España?
–No cunde, no. Yo no tengo problemas en tener amigos de derechas. Pero no sé por qué pasa lo que pasa. No tengo datos. Quizá el cainismo sea una de nuestras características.
–Tiene envidia de James Stewart...
–Es la carrera profesional que más envidio. Lo hacía todo bien y emanaba confianza y seguridad.
–Y usted, ¿qué emana?
–Procuro transmitir que soy un tipo respetuoso con sus principios.
–Tiene pinta de perdedor, le van bien esos papeles...
–Quiero tener la lucidez del perdedor.
Y desde esa lucidez, me explica que lo que vivimos ahora, la crisis y tal, es lo que él llama una revolución al revés: «Esto es una guerra que estamos perdiendo los de siempre; el parado es el muerto en la trinchera». A la hora de nombrar culpables, dice que es difícil encontrar inocentes, «porque los políticos que tenemos los votamos nosotros, no han venido de Marte».
–Le tocó vivir en el cine la época del destape. Menos mal que era hombre.
–Bueno, enseñé el culo una vez. Fui pionero. De ser mujer, me hubiera encantado destaparme.
–Tiene 76 años. Cómo pasa el tiempo, ¿eh?
–Pasa a toda leche, cada vez más deprisa.
–¿Tiene la impresión de estar jugando la prórroga?
–No. Lo mío no es un epílogo, el relato de mi vida sigue muy vivo. Seguiré ahí mientras el oficio me divierta, porque para mí esto sigue siendo un juego, con sus reglas y tal, pero un juego.
–Pero ahora puede elegir...
–Yo diría que al menos puedo rechazar.
Antes decía: «Lo importante es que suene el teléfono y uno hace lo que se tercie». Ya no. Pepe podría retirarse y vivir con austeridad pero en paz el resto de sus días. «Ya tengo la bombona del butano pagada». En el Café Gijón, los viejos actores con ahorros decían «tengo pagado el recibo de la luz y el jamón de york hasta que palme». O algo así.
–Una vez me dijo que era una tonadillera frustrada...
–Sí, totalmente. Ya no puedo imitar a Antonio Molina, ya no me sale el falsete. Soy fan de la copla: cabe en ella lo más sublime y lo más abyecto.
–¿Qué tal se ve en el espejo?
–No me veo mal. Me reconozco. Y el coco funciona, que es lo principal. No acabo de sentirme viejo, no tengo síntomas. La próstata está para los leones, pero lo demás anda bien. La nostalgia mal entendida incapacita, no la otra, la buena: tengo un alma de portera que no me la merezco. Pero vivir colgado del «te acuerdas» o del «nada como lo de antes» no es bueno.
De trabajo, hasta arriba: sigue con «Yo soy Don Quijote de la Mancha» (le acaban de conceder el premio Ercilla), recita a Machado, rueda una película, está en la serie «Velvet», el Festival de Málaga le ha rendido homenaje... Del pasado no borraría nada, ni tan siquiera la habitación con derecho a cocina de los tiempos duros. No le tiene miedo a la muerte, sí a la decrepitud, «a que la madre naturaleza me humille». Fuma dos o tres puritos al día y ha traicionado el chinchón de su pueblo por el orujo. Sigue, eso me dice, en segundo curso de Fernando Fernán Gómez.
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