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La Razón
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Volvemos a casa y no por Navidad, sino tras el verano, y al derrumbarnos en los quehaceres diarios, nos olvidamos de que nuestros hijos no son unos muñecos a los que darles una cuerda infinita que les sostenga en las mil y una actividades que les hemos colocado para paliar nuestro complejo de culpa. Son personitas en pequeño, con su corazón y hasta con su alma –aunque a veces lo olvidemos– que no sólo necesitan ir a clases de inglés, de chino y de pingüino sino que les agarremos y sintamos su pulso, unas veces lento y otras acelerado, que denota que son como nosotros, pero con menos tamaño. Comer, correr o soñar con ellos es más formativo que apuntarlos a todos los cursos del universo. Una carrera por un parque, una sola, puede ser el espacio que vuelva del revés su mundo, entre sus preguntas de niños y nuestras respuestas de mayores, cuando se comparte, por fin, el tiempo. Nuestros hijos quieren estar con nosotros, mirarnos, tocarnos, y contarnos sus historias. De nada sirve que nos empeñemos en construirles una galaxia perfecta en la que han de lanzar sus preguntas a los sabios del cielo. Quieren conocer de nuestros labios que los neutrinos corren más que la luz, que hasta el mismísimo Einstein podía equivocarse…Y sobre todo, que juntos podemos descubrir, sin dudas, que todo es relativo y, tal vez, al minuto o al siglo siguiente, comprobar, de la mano y sin miedo, que tampoco aquello era cierto.