El Cairo

Espadones egipcios

La Razón
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Por desagradable que pueda parecer del rey Faruk hasta el día de hoy la Historia de Egipto ha sido la de una sucesión ininterrumpida de espadones. Faruk, famoso por sus proezas sexuales y por su costumbre de desayunarse un cordero todos los días, cayó frente a una conjura de militares en la que el papel más representativo lo tenía Naguib. Lo tenía, claro está, hasta que otro militar, Gamal Abdel Nasser, se hizo con el poder de manera prácticamente incruenta. Un conocido arabista español me dijo hace pocos años que la única salida para las naciones árabes sería volver a los principios del nasserismo. Si eso lo afirmaba un supuesto especialista, casi se puede perdonar esa majadería denominada «Alianza de civilizaciones», porque la verdad es que el Gobierno de Nasser fue pésimo. Embarcó a la nación en guerras perdidas como la de 1956 o 1967; prefirió los cañones a la mantequilla, e impulsó medidas socialistas que tuvieron como consecuencia directa la miseria. No fueron pocos los egipcios que respiraron cuando murió de un ataque cardíaco. Su sucesor, otro espadón llamado Anuar As-Sadat, se entregó a adoptar tres medidas con la mayor rapidez posible. En primer lugar, derogó la normativa socialista de Nasser que ordenaba la expropiación de determinadas propiedades; en segundo, expulsó de Egipto a los asesores soviéticos convencido de que su país no iba a prosperar siguiendo las recetas del socialismo real y, en tercero, llegó a la paz con Israel y recuperó la península del Sinaí. As-Sadat no creía ciertamente en la democracia y así lo había expresado en la época de Nasser. Sin embargo, significó un notable avance en relación con Nasser siquiera porque era partidario de una modernización moderada y sin sobresaltos. En buena medida lo consiguió antes de que los Hermanos musulmanes lo asesinaran. A su lado, se encontraba entonces otro espadón llamado a sucederlo. Era Hosni Mubarak. Con Mubarak, Egipto no pudo solucionar ni la bomba demográfica –entre uno y dos millones de bocas nuevas cada año– ni la islámica, pero no puede negarse que liberalizó ligeramente la política nacional e intentó que el edificio no se desplomara. Entendámonos. Los partidos de la oposición no podían ganar unas elecciones –o sea como la Cataluña nacionalista– y la prensa tenía libertad salvo que molestara mucho y el periodista desapareciera. Comparado con Marruecos –no digamos ya con Arabia Saudí o Irán– Egipto tenía oasis de cierta libertad, una libertad que incluía a los islamistas hasta el punto de que controlaban zonas enteras de la nación sin el menor hostigamiento de las autoridades. Finalmente, Mubarak ha dejado de ser presidente de Egipto y las preguntas sobre el futuro de la nación del Nilo se arremolinan. Adelanto que yo no creo que esto vaya a ser la aurora de la libertad ni el nacimiento de la democracia. Comparto todavía menos el entusiasmo de esos corresponsales que sin saber palabra de árabe están exultantes por las doscientas mil personas –¡de ochenta millones!– que se han estado reuniendo en una plaza de El Cairo. Lo más posible es que simplemente nos encontremos a las puertas de una nueva fase de la Historia de Egipto en la que los espadones volverán a ser determinantes como, por otra parte, llevan siéndolo desde hace más de medio siglo. La alternativa real a esa posibilidad –un régimen confusamente islámico– todavía resultaría peor.