Cataluña
Un rincón para la decadencia
En los países que conforman la Unión Europea puede observarse la rápida decadencia de lo que antes se denominó civilización occidental, concepto sin duda más amplio y que nos remonta a los dos volúmenes de la obra de Oswald Spengler (1918 y 1922, traducidos, gracias al ojo avizor de Ortega, en 1923) y que dábamos por superados. Ser europeo, en estos momentos, sirve ya de poco, a menos que Alemania y Francia apuesten por convertirse en los directores del balneario cultural donde chapotean junto a los países periféricos (con más estilo los del Norte que los del Sur). Tampoco los EEUU, decadentes desde anteriores administraciones, levantan cabeza y las esperanzas que se depositaron en los demócratas, cuya cabeza visible era un renovador e inédito Obama, se frustran, una tras otra, por una apisonadora republicana, propulsada por, dicen que fugaz, Tea Party. El mundo se inclina hacia el Pacífico y tiene sus esperanzas económicas depositadas en China, donde rige una dictadura despótica, que ha sabido aunar el sistema de partido único y capitalismo salvaje. Si la Unión Europea fuera un cuerpo vivo y acudiera, con sus múltiples y diversas dolencias, al médico providencial, posiblemente éste le recomendara reposar en algún sillón alejado de cualquier corriente de aire hasta esperar un milagro de la ciencia, siempre casual, como el legendario descubrimiento de la ley de la gravedad gracias a la caída de la manzana sobre la cabeza de Isaac Newton. En estas andamos, en un rincón europeo, empobreciéndonos con rapidez, a la espera de milagros. Nuestro país –acosado por los controladores aéreos; los sindicatos que amenazan con nuevas huelgas generales; tras haber bajado los sueldos de sus funcionarios; congelado las pensiones; eliminado el sustento a parados y reduciendo los beneficios sociales; condenados, sin duda, a trabajar un par de años más para gozar de pensiones (si es que puede hablarse del gozo de las que se reciben)– se prepara para un año que habrá de ser, según se profetiza, algo peor que el anterior.
El modelo europeo del bienestar medio se inclina hacia la fórmula de que cada cual se las componga, incluidos los cuatro millones y medio de parados. El Estado se ha manifestado ya incapaz de atajar desmadres o controlar mercados que gozan de excelente salud, en tanto que nos echamos la siesta en el sillón. De los buenos propósitos, como acabar con los paraísos fiscales, moderar los impuestos o reducir la economía sumergida, ámbito en el que ocupamos los primeros puestos, nunca más se supo. El político más valorado en España, se dice, es Antoni Duran i Lleida, dirigente de la minúscula formación Unió Democràtica de Catalunya, que resulta, a la vez, socio del bipartito catalán CiU. Sus posiciones, derivadas de la ya extinta Democracia Cristiana, son moderadas y racionales y defiende una fiscalidad original para Cataluña con buenas razones y maneras. Viste con elegancia y es un buen dialéctico. Y esto, sin duda, causa asombro en el conjunto de España, donde los líderes de los dos grandes partidos pasan su tiempo zurrándose de mala manera y observándose a cara de perro. Por fortuna, todos deberían saber que la política parlamentaria es como una representación teatral, en la que cada actor actúa según le dicta el guión. En este mundo de imágenes ya sabemos que la sonrisa de Zapatero no supone talante y que tras el rostro de Rajoy se adivina un ser sensible y hasta afectuoso. Nada es, como en la farándula, lo que parece ser. En el bar del Congreso nunca llega la sangre al río. Hay corrupción, claro. Hasta los tribunales deberían saberlo, pero no tanta como en Italia o no tan a la vista. Berlusconi es, según Umberto Eco, un zombi, pero sobrevive y se perdona la compraventa de favores de «Il Cavaliere», incluso sus pornofiestas. También, en los EEUU, está presente la Mafia.
Organizamos, contra la opinión de pocos, una sociedad regida por el dinero (don, don, dinero), cuya posesión, se dice, no representa la felicidad; aunque su ausencia acarrea toda suerte de desgracias. Quisimos ser un país casi rico, en un Continente que se lo creyó, cuando algunos países pobres comenzaban a salir de serlo, gracias a lo mucho que a nosotros nos falta. Disponíamos de sol y de una emigración que hacía el trabajo más duro, como levantar, ladrillo a ladrillo, las construcciones; de vestigios culturales abandonados, que intentamos restaurar, y llamamos al orbe entero para que contemplara el espectáculo. Construimos autopistas, autovías, el AVE, aeropuertos de lujo y defendimos las lenguas autóctonas, conformando un invento original llamado «estado de las autonomías», conseguimos la excelencia en el arte culinario. Pero parece que aquello que hacíamos no se hizo como los mercados deseaban. Occidente no valía ya –en su precio justo– lo que creímos. No disponíamos ni de I+D+i. Queríamos ser balneario de una Europa que también, aunque con menos sol, pretendía convertirse en otro, tal vez cultural, casi industrial, para un mundo que ha elegido la tecnología y la acultura. Y cuando creímos ser buenos en deportes, nos sale el tema del «dopping» y restauradas nuestras catedrales, sólo les interesan a los chinos, que nos observan desde un pasado más remoto que el nuestro. Tal vez no resulte tan malo el sillón rinconero al que se nos ha destinado para observar la farsa. Nuestros políticos no son los culpables. El gran teatro del mundo nos lo anticipó ya Calderón, otro olvidado.
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