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2011 esquimal
Señalaba C. W. Ceram en su maravilloso ensayo «Dioses, tumbas y sabios» que los babilonios lograron valores aritméticos asombrosamente elevados, y que los griegos daban a la cifra de 10.000 una cuantía indefinida prácticamente incalculable. Que el concepto de millón no apareció en Occidente hasta el siglo XIX. La misma idea del millón ya resultaba una salvajada, extraña a las sencillas mentes decimonónicas, pese a que un texto de escritura cuneiforme hallado en Kuyunjik contenía una progresión aritmética cuyo producto final, trasladado a nuestro sistema métrico, era de casi 200 billones, o sea: una cifra que en la época de Descartes y de Leibniz ni siquiera podía ser «considerada» aún.
En realidad, en esta vida todo consiste en contar. La operación más simple es la adición, la que primero aprendemos. Para los egipcios, «sumar» quiere decir «asentir»: contar con inclinaciones de cabeza. Los esquimales, por ejemplo, tienen una tradicional resistencia a los conceptos abstractos, por eso cuando cuentan y deben pasar de 10 se lían un poco. El número 20 ya les resulta enigmáticamente elevado. En el 2011 hemos intentado aprender a contar dinero. La crisis de deuda nos ha obligado a ello. Como los antiguos egipcios, hemos asentido a cada billón o trillón, de dólares o de euros, que según nos han dicho deben los Estados, y debemos las familias. Si ese dinero existiera ocuparía, billete a billete, el espacio de miles de estadios de fútbol, y alcanzaría la altura de rascacielos inconcebibles desde nuestra humilde cabeza, desde nuestra dimensión humana. Si bien el dinero, ciertamente, la mayor parte de las veces no existe físicamente: hoy día suele ser una simple anotación contable.
2011 ha sido un año terrible y aciago. El año en que, como pobres esquimales, no conseguimos aprender a contar… tanta miseria.
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