París

Reggaeton mortal en Castelldefels

El cantante Rubén El Rey es un ídolo para muchos ecuatorianos. Se dijo que iba a ir a la fiesta en la playa la noche de San Juan, y con él centenares de jóvenes. Ahora le culpan de la tragedia de la estación

Rubén El Rey teme que ya no le quieran contratar
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Rubén El Rey se pasó por la playa de Castelldefels tarde, cuando la tragedia había sucedido y la fiesta continuaba entre rumores, llamadas a gente que no aparecía y una confusión creciente. Era la primera vez que iba a esa reunión masiva de finales de junio, una tradición entre los suramericanos que viven en Barcelona. Le sorprendió ver tanta gente y a alguien le sorprendió verle a él. Tanto que se llegó a creer que era una parte integrante de la fiesta, que iba a dar un concierto. No era verdad, pero puede que ya dé igual. Como a muchos de los ecuatorianos, la noche de San Juan ha marcado su futuro.

Hace años, Rubén El Rey alcanzó la fama como cantante en su país. Después probó como actor de telenovelas y ahora, tras años sin cantar, ha decidido volver a coger el micrófono. Si se entona su canción «Harén de mujeres» a un ecuatoriano mayor de 20 años, enseguida seguirá cantando con la inconsciencia con la que se graban las canciones inútiles en la memoria. «Para nosotros ha sido algo ejemplar. Ha sido uno de los pocos artistas que consiguió abrirse en el mercado de otros países», cuenta Alfredo Cedeño, de la Federación de Entidades Ecuatorianas de Cataluña. Rubén y su representante confiaban hacer una buena gira por pequeñas discotecas latinas de España: la nostalgia de las canciones se acentúa en un emigrante.

Pero hacer una gira se le ha complicado. Le han cancelado los conciertos que tenía en Murcia, Elche y Lorca. A Rubén se le asocia con la tragedia y más: algunos le señalan como culpable de las muertes. «La gente está apática y por respeto a los muertos ya no quieren venir a verme. Tengo una trayectoria de 16 años como artista, nunca me había pasado esto», dice él. Culpable o inocente, a los emigrantes ecuatorianos de Barcelona ya no les apetece reunirse en grupo y bailar. No quieren acordarse de tiempos pasados. Sólo piensan en el futuro. O sea, en volver.

Una fiesta de fin de año
La noche de San Juan en Barcelona era un simulacro, una especie de fiesta del fin de año para los ecuatorianos en España. En su país celebran el fin de año, que coincide con el fin de curso. La noche de San Juan en Barcelona, con las hogueras, la música y la gente en la calle, sintiéndose libre, se parece mucho a lo que han vivido en su tierra. La amplia playa de Castelldefels, parecida a las del Atlántico era como estar en casa.
Además, está cerca y el tren de cercanías tiene una parada al lado. Ir y encontrarse con los suyos a una fiesta, y sin nada por lo que preocuparse, salía barato. «El botellón es una costumbre española, nosotros en Ecuador tenemos otro tipo de fiestas, más de tipo carnavales, con disfraces», dice Alfredo Cedeño. «Creo que a los jóvenes ecuatorianos que están aquí, en Barcelona, más que unirse con sus amigos en botellón y beber en masa, lo que les gusta es ir a bailar a las discotecas». Pero la noche de San Juan era una excepción. Todos los años ha ido bien, nadie sabe por qué ha salido mal esta vez ni quién provocó la tragedia.

La colonia ecuatoriana se ha roto en Barcelona. Llevan una semana buscando a alguien a quien señalar como culpable o culpables de su desgracia y no los encuentran. Sienten que es una falta de respeto, puede que de racismo, cuando se acusa a la imprudencia de los jóvenes. Tiene que haber otra razón. A lo mejor Rubén el Rey es culpable, porque sí. Porque estaba allí. Su representante insiste en que no, que no puede ser, que era uno más. Pero la lógica de muchos es aplastante: si no hubiese estado, no hubiesen ido tantos jóvenes. Si no hubiesen ido, nada habría pasado.

Renzzo, el agente de Rubén El Rey, vive en Barcelona, lleva toda la vida alrededor de la música y ha ayudado a jóvenes que llegaban de Ecuador. Ha conseguido abrirse puertas, hacerse un nombre y vivir más o menos bien. Durante años ha celebrado un festival de música eligiendo a los mejores jóvenes. Dos de ellos murieron en las vías. Casi todos los ecuatorianos de Barcelona tienen un amigo, un conocido, un familiar o un vecino que iba a la playa de Castelldefels y que pasó por encima de la vías. Otros países exportan productos o bienes culturales. Los emigrantes ecuatorianos reconocen que hasta bien poco, lo que exportaba Ecuador al resto del mundo eran personas, eso que se llama capital humano. En los últimos diez años, más de un millón de personas ha abandonado Ecuador para buscarse la vida en otro lugar del mundo. Desde Estados Unidos a Italia. Y, por supuesto, España.

Salen de su país con una idea en la cabeza: «El que no agacha, no vive», o sea, el que no trabaja no se puede ganar la vida y no puede salir adelante. «Yo estudié dos carreras en Ecuador, pero no había trabajo o, el que había, estaba muy por debajo de mis posibilidades y no ganaba dinero –cuenta Juan Carlos Delgado, que vive en Barcelona, como sus dos hermanos y dos hermanas, mientras sus padres siguen en su país–. Tuve que venir a España. Lo hice en el año 2000, en el vuelo más barato, que ya costaba 1.000 dólares y que nos llevaba por Colombia y Venezuela hasta París, para después ya, llegar a España. Recuerdo que en el aeropuerto una cola estaba llena de suramericanos, a unos los hacían volverse por dónde habían venido. Otros pasaban. Aquello era una lotería. Yo me puse en otra cola, donde no había problemas. Pasé. Iba a trabajar como chófer en Murcia y cuando llegué allí todo era mentira. No había nada y tuve que recoger lechuga. Encima no me pagaron. Volví a Barcelona, que era donde conocía gente».

En Barcelona, en compañía, uno se siente protegido. Tan lejos de su país, al menos se encuentran con un conocido. Alfredo Cedeño habla de Balzar, una ciudad, cerca de la costa, en la que todas las familias tiene más de un miembro viviendo en Barcelona. Hay un bar en Cornellá que se llama «El Balzareño», de Richard Oliva, que perdió a su cuñada y tiene a su hija en el hospital tras el accidente. El clima parecido, el mar y la tranquilidad de llegar a un lugar donde no estás solo han convertido a Barcelona en un destino natural de los emigrantes balzareños.

Balzar, un pueblo partido
Balzar es un pueblo ganadero, que se levanta sobre una colina, a unos 200 metros del río. Un pueblo que, según reconoce un emigrante, la gran mayor parte de las casas se ha levantado gracias al dinero que ha llegado desde España. Los emigrantes son los responsables de la economía de Balzar. También de que, ahora, se le haya partido el alma. Lourdes Troncoso es tía de uno se los fallecidos en el accidente y vive en Balzar. Puede haber algo peor que vivir una desgracia. Vivirla desde la distancia: «Como había poco trabajo, mi sobrina se fue para allí. No sé muy bien qué es lo que hacía, pero sí que había tenido varios trabajos eventuales y que por fin ya había encontrado algo seguro. No sé...». No puede seguir. Rompe a llorar y no es una frase hecha. Se rompe de verdad, como si se hubiese quedado vacía de palabras. Educada, las encuentra para despedirse, ahogada entre las lágrimas y el dolor.

El accidente ha sido como la última llamada de atención de que los buenos tiempos para la emigración han llegado a su fin. La crisis ya había avisado. Aquí vivían más o menos bien hasta que la economía se cayó. «Hemos hecho mal una cosa –explica Cedeño–. En Ecuador todos estamos acostumbrados a tener casa y aquí en España enseguida pensamos en comprar una propia. Pedimos hipotecas, que estaban muy bajas. Ahora, con la crisis, muchos se han dado cuenta de que no pueden pagarla. Están pensando en regresar cuanto antes a nuestro país».

La tragedia de Castelldefels ha incrementado la desesperanza. Es el empujón que faltaba para los que ya estaban pensando en volver y un impedimento más para los que pensaban emigrar. «No se puede venir a España. Aquí la cosa están muy mal», dice Delgado. Todavía recuerda la noche de San Juan. Era su cumpleaños y su santo y había quedado con su novia. Él llegó a la fiesta cuando todo había sucedido y la gente le felicitaba por su cumpleaños. Conoce a Richard Oliva y al llegar, le buscaron entre el gentío. La noticia comenzó a expandirse, pero sin confirmaciones. Nada era seguro y aunque algunos no aparecían, entre tanta gente, podían estar en cualquier parte. Fue más tarde cuando se dieron cuenta de todo. «Se me partió el alma», reconoce. La tragedia le ha puesto al límite: «Estoy cansado. Me levanto a las cuatro de la mañana para trabajar, o antes. Ahora está mi padre, de vacaciones, conmigo y mi madre está allí. Yo he estado trabajando durante diez años para ahorrar y con esfuerzo ya consigo guardar el 50 por ciento de lo que gano. Pero me quiero volver. He pasado mucho frío en España, he dormido sobre el suelo. Ya no quiero sufrir más. Tengo una casa alquilada en mi país que me da dinero y quiero volver». Juan Carlos no quiere oír hablar de músicos, discotecas o de celebraciones masivas.

Es lo que dicen muchos de los ecuatorianos que se mueven por Barcelona. Se acabó. Pancho Aguas llegó en 1991 y se puso a trabajar de albañil. Poco a poco fue trayendo a su familia. Primero llegó su mujer, después él, después su hermana. Ésta dejó a su hija enferma en Ecuador, al cuidado de otra hija. El hijo varón vino a España a ayudarla. Con el dinero que ganaban ambos pagaban una casa aquí y la casa de niña enferma en Ecuador. El hijo, el sobrino de Pancho Aguas, murió en el accidente de Castelldefels.

Todo es mucho más difícil ahora. El futuro de Rubén el Rey en España es incierto, quizá no le salgan muchos conciertos. El de la familia de Pancho es un misterio. Él no sabe qué decir cuando la madre, su hermana, no acusa a nadie porque ya ha encontrado culpable. No son los jóvenes que cruzaron la vía ni el tren ni la desgracia ni la música ni un cantante: «Soy yo, por haber traído a mi hijo».