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Caminos de conversión (V) por Luis Emilio Pascual
«Que hablen de uno, aunque sea mal», «cada uno a su bola», «trátalo con el látigo de la indiferencia»... Son expresiones comunes que nos delatan. El mayor castigo que podemos dar a alguien es tratarlo con indiferencia, no escucharlo, no tomar en cuenta sus opiniones, hacerle pasar desapercibido, «como si no estuviese»; recuerdo a este respecto el anuncio de televisión de cierto aparato de aire acondicionado que se apaga «cuando no hay nadie». Lo peor que nos puede pasar es que, aparentemente, no existamos; por eso tantas veces el niño, el adolescente, el joven o el adulto debe dar la nota, tiene que hacerse presente, tiene que romper la indiferencia de los demás: ¡Existo!, ¡estoy aquí y reclamo tu atención!
Concluimos nuestra oferta de cinco caminos de conversión para estas semanas de Cuaresma. Invitamos hoy a pasar de la indiferencia a la compasión. Proponemos caminar desde la frialdad e indiferencia ante lo que le pasa a los demás, de las palabras bonitas pero tantas veces vacías, a los hechos de compasión. Compasión es mucho más que un sentimiento. Es comprometer la propia vida para que la realidad del hermano necesitado pueda sufrir una transformación. Muchos traducen «compasión» por «pena, lástima»; pero si el prefijo se pone como sufijo entenderemos que «compadecer» es «padecer con», es decir «reír con el que ríe y llorar con el que llora». En la parábola del buen samaritano Jesús da la explicación práctica de la compasión: no consiste en pasar junto al herido sino en detenerse junto a él, acompañarlo, consolarlo y buscar con él la solución a su problema; en una palabra implicarse, zambullirse, enfrascarse. Sigue resultando fácil y enternecedor pronunciar palabras de amor, pero salir de uno mismo llevando lo que se tiene para compartirlo con el que no tiene, y por eso sufre, es más difícil y arriesgado. Compasión es ponerse en la piel del otro. El que se compadece no busca protagonismo: como la sal en el guiso, que sazona pero se disuelve; como el grano de trigo, que «si muere da mucho fruto».
Alrededor de las debilidades de las personas y los pueblos, en torno a sus dolores y sufrimientos, se escriben cada día las mejores páginas de la humanidad. Sólo hay que abrir un poco los ojos y descubriremos miles de historias de amor, miles de historias de compasión. Son fruto del Espíritu Santo, que en todo hombre siembra semillas de Dios, el misericordioso y compasivo. Mira a Jesús, es la compasión en persona: «sintió compasión de ellos... los veía como ovejas sin pastor...». Empezó compadeciéndose de los que tenían hambre y acabó compartiendo e invitando a compartir: «dadles vosotros de comer». Cuando la compasión es verdadera, la abundancia de lo poco puede ser milagrosa; poco importa que se tenga poco, porque compartir es multiplicar, y además, no se trata de dar sino de darse.
No es fácil el camino de la compasión, pero es el que lleva a la vida.
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