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Hernias azules
En una época de mi vida en la que era un joven pulcro y romántico que se enamoraba de las chicas buenas y recién lavadas, a menudo me olían a flores las manos. Fue aquel un tiempo lírico y aseado que recuerdo lleno de poesía a higiene y en el que mi aparato digestivo incluso convertía el asco en jabón. Si recogía del suelo una manzana podrida sabía que al abrirla encontraría dentro un jugoso melocotón con su hueso relleno de uvas. En la relojería cambadesa de Santi Villar incluso con las puertas cerradas podía escuchar desde la calle, como grillos, el jubiloso tictac del tiempo.
Yo era sólo un chiquillo en cuyas manos incluso era a cada rato noticia el tacto. Mi amigo Suso Barros también era un muchacho inocente que se había convencido a sí mismo de que era cierto lo que decía de que había ido a Holanda en una bicicleta de un solo pedal. Todo era tan hermoso y tan admirable en aquel antibiótico orbe estival, que, poseído por la devoción frente a tanta grandeza, aprendí a nadar arrodillado. Fue aquel un bendito tiempo venial y lenitivo en el que las olas rotas de la bajamar se vaciaban como hernias azules en las playas; días de luz y glucosa en los que de regreso de acompañarla a su trabajo de comadrona, tía Pepita tocaba la espalda del taxista con la blanda obstetricia de su mano un poco inglesa y le decía: «Tan pronto pueda, arrime el coche a la orilla…»; y cuando el bueno de Benito arrimaba el coche hasta pisar la pana de aquella maleza tan verde, yo bajaba la ventanilla, asomaba la cabeza frente al grandioso panorama de la ría y le aplaudía lentamente al paisaje.
Tía Pepita aprovechaba la quietud del momento para reanudar en el cuenco de sus manos el lento ceremonial del ganchillo con sus aromáticos hilos portugueses. Nunca olvidé aquella mezcla de naturaleza y mercería. No sabría decir para quién ganchillaba tía Pepita de regreso de sus partos, pero para mí que el suyo era el esfuerzo baldío de la prolongada soltería y que en realidad la suya era una obra a largo plazo, como si estuviese ganchillando en hilo portugués el aromático féretro para su cadáver.Donde en mi infancia pisaba la maleza con sus ruedas de astracán el taxi de Benito, hay ahora un relleno en el que comen cemento los perros. A mi amigo Suso Barros le perdí la pista hace tiempo y de su bicicleta de un solo pedal queda apenas un seseo como en llanta sobre la grava autógrafa y funeral de mi memoria. Un día mi existencia cambió de aromas y descubrí que por culpa de las chicas malas, cualquiera cosa que comiese con las manos me sabría sin remedio a pescado. (Dedicado a lo que queda de mí).
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