Sevilla
La nueva vida de Azucena
Tras ser desahuciada con sus tres hijos, en Madrid, ocupó un piso, del que también iba a ser desalojada. Una familia noruega la apadrinó. Ahora, por fin, ya tiene un hogar
Azucena coge el coche para sacar la basura, para llevar a los niños al cole, para comprar el pan, para tener vida social, para hacerse fotos que poner en su currículum y repartirlas por la población más cercana. «Como se me rompa el coche...», dice cuando piensa en el único nubarrón, la única desgracia, que puede quebrar un poco la vida que ahora lleva. La nueva, la buena vida, que ahora lleva. Antes, vivía en Madrid, ni muy lejos ni muy cerca de nada y de todo, en una zona en la que había pasado casi toda su vida. Antes, cuando vivía en Madrid es hace un año, seis meses, hace sólo treinta días, cuando no sabía si iba a tener casa al día siguiente ni dónde iban a dormir sus tres hijos pequeños.
Su madre pide a Azucena que enseñe la casa, situada en una urbanización casi nueva, donde cada paso que das es vigilado por los perros de las casas vecinas. Hace un mes hizo la mudanza. No fue difícil: como vivían en una casa que ocupó, tampoco tenían mucho que llevar.
Una pantalla grande encendida reina en un amplio salón, donde aún falta el sillón, por lo que tienen que ver la tele en el suelo o desde la mesa en la que se sientan a comer. En los dormitorios sí que hay camas, pero lo más espectacular es la cocina, con electrodomésticos seminuevos, con una lavadora y una nevera imponentes.
La casa por dentro está bien, pero en la nueva vida de Azucena destaca más la parcela. Los juguetes de los niños están ordenados fuera de la casa y se ven las pisadas de los perros. En el futuro, con cuidado y ánimo, podrán hacer un jardín, donde ahora sólo hay tierra desnuda.
Cambio de vida
Es una nueva casa, para una nueva vida. La vida le empezó a cambiar cuando un reportaje de LA RAZÓN contó que Azucena y su familia estaban siendo apadrinados por una familia noruega ( los Larsen), después de haber sido desahuciados de su casa de protección oficial.
Hace cinco meses, contaba su historia rodeada de documentos en los que demostraba que el Instituto de la Vivienda de Madrid le había echado de su casa, pese a que estaba pagando hasta dos mensualidades para hacer frente a una deuda. Pedía que se hiciese justicia y salir en los periódicos era su manera de gritar.
Era una batalla perdida. Estaba ella sola y sin conocimientos legales, contra la burocracia, que difícilmente se detiene. La suerte ha cambiado: Ausbanc, la asociación de usuarios de servicios bancarios, se ha hecho cargo del caso y le ha explicado que han cometido una gran injusticia, que quizá puedan conseguir que le devuelvan parte de su dinero. «El problema es que se han aprovechado de ella y queremos reclamar de forma amistosa a la EMV», aseguran desde la asociación.
En el juicio de desahucio la Empresa Municipal de Vivienda le pidió 138.316,76 euros, porque en el contrato del compraventa figuran unos intereses de demora de un 15% anual, lo que el juez consideró abusivo. Y que para la familia de Azucena eran imposibles de pagar. No sabía qué hacer con sus niños, con su madre y con su abuela.
A pesar de todo, en este año ha descubierto que el mundo es un lugar habitable. Cuando la desahuciaron por primera vez, salió en un telediario de la televisión noruega. La noticia la vio la familia Larsen, incrédulos de que un hecho así pudiese suceder en un país europeo. Le ofrecieron una ayuda económica mensual, la apadrinaron y antes del verano le hicieron una emocionante visita, que recogió este periódico.
Cuando llegaron los Larsen, Azucena vivía en una casa que había ocupado cerca del hogar de donde la EMV la había desahuciado. Vivía con un agujero en la puerta del salón y estaba pendiente de que se cumpliera la orden judicial para echarla también de esa casa.
Azucena, mientras, buscaba un alquiler (que esta vez sí podía pagar con la ayuda noruega) o, si no, ya había echado un vistazo a unas casas cercanas para ocuparlas en caso de necesidad.
Su caso conmocionó Noruega. No sólo los Larsen, otras familias intentaron ayudarla y se hicieron muchos reportajes en la Prensa nórdica sobre ella. Despertó la solidaridad de un país que hasta entonces miraba con distancia la crisis en España. Aquí tardó más en despertar ese sentimiento. Fue dos veces noticia en este periódico.
Después, se atrevió a que la entrevistaran en la tele y de nuevo tuvo recompensa. En verano, Azucena salió en «El gran debate» y su tragedia tocó la fibra de un joven de 34 años, que tenía una casa de la que por fin se habían marchado los inquilinos. No le pagaban, no le habían cuidado el jardín, le robaron. Vio a Azucena y le ofreció vivir allí. Por solidaridad, por ayudar en tiempos de crisis. Él paga por esa casa una hipoteca a 35 años, pero a la familia Paredes no le cobra nada. Sólo tienen que hacer frente a los gastos de luz.
Se pusieron en contacto y fueron a ver la parcela. No tenía el aspecto que luce ahora: entonces estaba lleno de esos rastrojos que crecen desordenados en los jardines sin cuidar. La nevera daba peor impresión. Los inquilinos anteriores habían dejado comida dentro: cuando Azucena Paredes y el dueño abrieron la puerta del frigorífico, casi tuvieron miedo de sacar lo que allí germinaba. Los muebles que el dueño había puesto, se los habían llevado. Además, estaba rota una puerta de un armario de la cocina.
La imagen de la casa ha cambiado casi tanto como ha cambiado el ánimo de Azucena. «Ya puedo dormir. Bueno, duermo hasta que los niños me despiertan, pero puedo dormir, no como antes». Dice que ha adelgazado, que el estrés y la incertidumbre casi pueden con ella.
Y también que aún echa de menos el barrio de Madrid donde vivía, con los amigos de toda la vida. Intenta no dejarse vencer por la nostalgia. Los niños, los más rápidos en acostumbrarse a los cambios, son felices. Antes vivían en un casa frente a un parque descuidado, sin un triste árbol y apenas un banco para sentarse. Ahora pueden jugar en su parcela, sin tener que salir de casa. Su madre ya no tiene que decirles que se habían ido de casa porque la otra estaba rota. Ya no tiene que repetirles que mamá no está llorando, sino que se le ha metido algo en el ojo.
Han pasado los malos tiempos. Azucena sólo mira el futuro. Va con prisa. Es la hora de recoger a los niños del colegio, tiene que comprar comida y puede que vaya un familiar a comer a casa. Su vida, estos primeros días en su nueva casa no es nada emocionante, y eso, para ella, es un alivio.
Está lejos de todo lo que conocía, también lejos de la incertidumbre y vive para sus hijos. Los lleva al cole, los recoge y los cuida por la tarde. Si se le conceden más deseos, le gustaría encontrar un trabajo con el que ganar dinero y poder devolver algo a quien le ha prestado la casa para vivir. Y que no se le rompa el coche.
Se buscan familias desesperadas
Elena dice que Azucena es su «ángel de la guarda», una de las pocas personas, que sin conocerla de nada, le ha ayudado a sobrevivir. Fue Azucena quien puso en contacto a Elena con una familia noruega que quería ayudar a españoles con problemas de subsistencia por culpa de la crisis.
Elena se encontraba en una situación desesperada, después de ser despedida hace tiempo, haber agotado todos los subsidios posibles y sin que la Administración le hablase de otras ayudas. Vive, con su hija, en una casa sin baño, con los cables de electricidad sueltos. Su cuñada vio a Azucena en televisión, contando cómo fue ayudada por los Larsen y se puso en contacto con ella. Más familias noruegas quieren echar una mano a españoles y Azucena se ha convertido en su contacto.
Ahora Elena, como otra mujer en Sevilla, recibe de una familia noruega (que tiene una casa en Torrevieja), una pequeña cantidad al mes: no le cambia la vida, pero sí que puede pagar sin problemas el comedor y el colegio concertado de su hijo. Elena tiene la misma edad que Azucena y aún sin conocerse se han convertido en amigas íntimas, que hablan todos los días por whatsapp. Han vivido lo mismo y en ambos casos ha sido una familia noruega quien les ha ayudado a seguir para delante.
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