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El verano de «Oliver Twist» y mi primo Mauro por César VIDAL

La Razón
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Antes de que mis ojos infantiles leyeran la conmovedora historia del avaro Scrooge, antes de que conociera a David Copperfield, antes incluso de que me riera con Mr. Pickwick, el primer personaje que conocí de Dickens fue Oliver Twist. Fue un verano pasado en Rozas de Puerto Real y no debía tener yo más de ocho años. Recuerdo que la lectura de aquel libro me fascinó tanto –creía de corazón que el pequeño Oliver hubiera podido ser yo mismo– que intenté convencer a mi primo Mauro para que se me uniera en aquel disfrute literario. No lo conseguí. A mi primo le parecía que la obra carecía de acción a diferencia de, por ejemplo, las películas del Oeste que imitábamos en nuestros juegos infantiles.
Yo discrepaba. Oliver Twist rezumaba acción. La había en la ingenuidad del niño que pretendía que le dieran algo más de comer, en su deseo de escapar de aquella cárcel disfrazada de orfanato, en su unión con unos ladrones infantiles que sobrevivían a dentelladas en los bajos fondos de Londres, en la bondad del anciano que pretendía sacar a Oliver de la situación en la que se hallaba y hasta en el amor de aquella pobre prostituta enredada con un criminal, pero que todavía podía realizar buenas acciones.
Me consta que Dickens, cuyo bicentenario se ha celebrado hace muy poco, ha sido tildado de ternurista, de blando, e incluso de aburrido. Son acusaciones totalmente injustas. Dickens narraba como muy pocos lo han conseguido y ésa es la razón de que nunca haya dejado de estar impreso ni se haya interrumpido el flujo de películas basadas en sus obras. Pero, por encima de todo, Dickens, que estaba imbuido de un profundo aliento evangélico, supo describir con fidelidad un mundo duro y, en ocasiones, lóbrego, sin por ello perder la bondad o la esperanza. Quizá por ello constituya una de las lecturas más recomendables en los tiempos en que vivimos.


César Vidal