Siria
Por la dignidad
La pregunta de para qué estamos participando en las operaciones militares en Libia no es difícil de contestar. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, el panorama de los países árabes, en los que habían ido avanzando, desde hace sesenta años, regímenes cada vez más autoritarios y más corruptos. Algunos de ellos, como el de Gadafi o el de la familia Assad en Siria, levantaron la bandera de la modernidad y del laicismo para instaurar un terror sistemático. Todo el mundo sabía que el estallido era cuestión de tiempo. Se hizo poco para preverlo y ahora el levantamiento por la dignidad –por la posibilidad de ganarse la vida dignamente, por la dignidad esencial del ser humano– coge a todos por sorpresa. Está en el interés de España, como en el de las democracias liberales, en particular las europeas del Mediterráneo, evitar que se perpetúen estos regímenes. Dejar a Gadafi acabar con los rebeldes, como ha estado a punto de ocurrir, habría significado que los españoles estábamos dispuestos a seguir colaborando con regímenes que ya no son aceptables en sus propios países.
Por otra parte, la participación de España en la guerra de Libia, y no en otros conflictos, está guiada por la índole del conflicto libio, por la proximidad de Libia a España, por la situación de nuestras Fuerzas Armadas, así como por la opinión pública, que no respalda operaciones más ambiciosas. Estamos ante un cambio irreversible, y que durará años, y cada país reacciona en función de sus posibilidades y sus intereses. Los de España aconsejan una participación selectiva que puede ser importante, pero consciente de sus limitaciones.
En cuanto al futuro de Libia, como el del resto de los países árabes, deberíamos dejar clara una posición contraria por principio a cualquier régimen que no respete los derechos humanos. De ahí a intervenir mediante una invasión terrestre para forzar un cambio de régimen media un abismo. No hay por qué cubrirlo a menos que se estén cometiendo actos en contra de la humanidad o tengamos una sospecha fundamentada –caso de Irak– de que esos regímenes constituyen un peligro para todos.
Durante décadas se ha mirado hacia otro lado y ahora, de buenas a primeras, se piden democracias ideales. Habrá que respetar las fuerzas políticas en juego –no hay otras, ni las democracias liberales han hecho nada para ayudar a crearlas–, habrá que respetar la identidad cultural, incluido el papel de la religión musulmana, que está contribuyendo al levantamiento contra regímenes totalitarios y proterroristas que han presumido de laicismo. Y habrá que respetar la capacidad de maniobra y de aprendizaje de los líderes y las organizaciones que vayan apareciendo. Hay mucho por hacer, desde la ayuda en el diseño institucional y en el surgimiento de nuevas fuerzas sociales y políticas, a la inversión y a la exigencia de respeto de los derechos humanos. Dejemos de mirarnos el ombligo, dejemos de dar lecciones y ayudemos a que los habitantes de los países árabes puedan llevar una vida digna.
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