Grupos
Amy Winehouse la muerte en directo
Hay una película que siempre me viene a la mente cuando sucede algún hecho luctuoso entre artistas o famosos, «La muerte en directo». Dirigida por Bertrand Tavernier, y pelín pretenciosa, mostraba a una moribunda y bellísima Romy Schneider, cuyo inminente deceso iba siendo retransmitida por una cadena de televisión.
Se podía ver su sufrimiento, su ira, su llanto mientras se precipitaba a un destino con trazas de agujero negro del que nunca volvería. Algo parecido ha sucedido con Amy Winehouse –atención con el apellido que heredó, «la casa del vino», qué coherente con lo que sucedió después–, pero de una forma mucho más cruel de cómo sucedía en la película. Durante años hemos asistido a su degradación como un espectáculo más que se nos ofrecía antes de la información de deportes y después de las noticias de economía. Amy tambaleándose, Amy bebiendo una copa de vino mientras actuaba en el Rock in Rio de Arganda del Rey, Amy tan borracha que ni se encontraba en un concierto de Belgrado... una y mil imágenes en la que en pocas ocasiones se le vio con una actitud normal, sin dar tumbos y hacer gestos hasta convertirse en una caricatura de sí misma. Sus excesos coincidieron en el tiempo con los de Pete Doherty, del que nadie recordará ni su música ni su figura en pocos años. La diferencia entre Doherty y Winehouse es que el primero parecía que lo hacía como una travesura. Mientras, Winehouse se colocaba para aplacar la tormenta interior que procuraba no pocos cortocircuitos en su cerebro y en su alma. Episodios no faltan, como el de su forma de amar, extrema y enfermiza, a su marido, Blake Fielder-Civil, a tortas físicas y mentales hasta que éste ingresó en la cárcel y Winehouse recorría los escenarios como alma en pena, anegada en alcohol, pidiendo su libertad.
Hemos contemplado su tormentosa vida como si fuese una película que tenía como protagonista a una heroína de la autodestrucción que, como se puede huir de todo menos de uno mismo, intentaba evadirse con la cocaína y cualquier sustancia que le hiciese olvidarse de sí misma. Y la mirábamos en las cadenas de televisión y en las revistas con un morboso interés por ver cuántas veces se podía caer y volver a levantarse. Ya no. Lo que queda, hasta que las discográficas rasquen su fondo de armario con canciones compuestas, pero no publicadas, son dos discos y la certeza de que, para algunos, vivir no es más que una larga condena y, ante esa brumosa perspectiva, prefieren aplicarse a sí mismos la pena capital. Cobain, Joplin, Hendrix... Ahora Winehouse engorda la nómina de los autodestructivos y ni siquiera nos aturde cómo algunos eligen tener una vida tan mal vivida.
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