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Indignación e ideología
Hay una cosa buena que tiene el 15-M y que me choca que no se haya señalado porque a mí es lo primero que me llamó la atención de este fenómeno: la indignación como un valor en alza. Y es que hasta la fecha de aparición de los indignados, había habido una atmósfera ideológica y ambiental en España que juzgaba tácitamente como reaccionaria la indignación en sí misma, es decir como un «antivalor». El indignado era el enemistado con la vida, el gran condenado por la corrección política, el carca, el que se tomaba todo a pecho, el amargado, el que no tenía talante, el incapaz de oler los brotes verdes y las rosas rojas del florido pensil zapateril. Desde nuestra izquierda, se cultivó un conformismo con el mundo, una beatitud «new age» y un buenismo soñador que al indignado contra ETA o contra el paro le oponía la colchoneta de una sonrisa opaca y secante, una levedad que, más que con el Ser tenía que ver con la Ser. ¿Qué pasó de pronto? ¿No quedamos en que la indignación era cosa de derechas, en que sólo la derecha se indignaba ante lo que la izquierda sabía sobrellevar mejor? El movimiento indignado español es una «aideología» entre otras cosas porque nace con ese nombre que es, quizá a su pesar, «ideológicamente transversal». Es antitético del zapaterismo aunque éste, en sus postrimerías, intente rentabilizarlo y, aunque, para curarse del vértigo de su desconcierto «aideológico» y de sus contradicciones, los propios indignados sucumban a la tentación de abrazar facilonas banderas izquierdistas como la antiempresarial, la anticomercial, la antipapal… Con esta última, como con las otras, vuelven a ir contra sus propios intereses y el trabajo que no encuentran. Perjudicando la visita del Papa perjudican la imagen de España. Ése el verdadero derroche.
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