España
Una segunda transición
Durante poco más de treinta años hemos ejercido de demócratas de «toda la vida» cuando en realidad no somos más que «nuevos demócratas». Los nuevos demócratas, como los nuevos ricos, carecen de tacto y de maneras, caen en la ostentación, el mal gusto, los resabios chirriantes. Se les nota, a los recién llegados, que les falta pedigrí, que ejercen sus funciones de forma atolondrada, hortera, a menudo ofensiva. A los españoles nos apasiona la política porque la política ha sido una novedad para nosotros en las últimas tres décadas. Con Franco, eso no pasaba. «Haga usted como yo y no opine de política», decía Franco, que pensaba que De Gaulle tenía el «defecto» de empeñarse en mantener «los partidos políticos». Con la Transición, España descubrió el «café para todos» y creyó que la modernidad vendría con el azucarillo de las autonomías y la fiesta presupuestaria. Los padres fundadores de los nuevos tiempos, se habían criado al calor de la «formación del espíritu nacional» (FEN), la educación para la ciudadanía de la época, que pretendía inculcar los valores del Movimiento Nacional franquista, cuyos pilares eran la Familia, el Municipio y el Sindicato. Se pusieron a la tarea y todos aplaudieron el resultado. ¡España salía del atraso, íbamos a dejar el franquismo atrás! ¡Seríamos avanzados, europeos, progresistas, demócratas!
Pero la cosa no funcionó, a la vista está. Como hijos de nuestro pasado, nuestros corazones continúan siendo viscerales, autárquicos, absolutistas. En vez del respeto al adversario, a la pluralidad, al contrario, cultivamos el odio cerval, ansiamos una sociedad de pensamiento único, añoramos de manera inconsciente la homogeneidad franquista. Quien no está con nosotros, está en contra, es un enemigo a muerte. La liza política carece de la elegancia y la tolerancia (tolerar: aguantar, soportar) de los demócratas «de toda la vida». En la arena pública y en la calle. La Transición ha sido un fracaso en ese sentido: en el de inculcar la democracia en la mentalidad colectiva. Nuestra sociedad está polarizada ideológicamente, es agresiva, no se ha adaptado a las nuevas circunstancias. Por otro lado, en estos tiempos duros y difíciles, ha quedado en evidencia la débil y precaria estructura del estado: sus cimientos están podridos. El edificio que levantamos para lavar las vergüenzas de nuestro pasado, se viene abajo. La estructura del estado no se sostiene y amenaza con derrumbarse y sepultarnos a todos. Necesitamos una Segunda Transición, una refundación de España, hacer el segundo grado que nos otorgue de verdad el título de «democracia avanzada», pero no hay nadie a la vista con el coraje suficiente para emprender esa tarea. El populismo y la demagogia acaricia los oídos de la «ciudadanía» que, por su parte, no quiere ni oír hablar de mirar de frente nuestros problemas, errores y ruindades y ponerles remedio. La mayoría de nuestros políticos se empeña en no conformarse con ser servidores públicos, como es su obligación, quieren ser ingenieros sociales, oligarcas o garrapatas del poder. Necesitamos urgentemente reformadores y restauradores preocupados por el bien común, y sólo disponemos de encantadores de serpientes y penosos sofistas.
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