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Un fundamentalismo milenario
En esta autocomplaciente empresa de derribo y retirada de escombros de la historia del pasado en la que Europa lleva ya empeñada por lo menos desde el tiempo de entreguerras con un mayor ahínco, y en la que España va a la avanzadilla de las palas mecánicas, una de las pocas cosas que van quedando en pie es el gazpacho o sopa fría de verano, que es una pura esencialidad.
Entre nosotros, el gazpacho lleva casi siempre el adjetivo de «andaluz», sin duda porque la manera de confeccionarlo en aquella tierra ha alcanzado una prestigiosa consideración; y, si luego, en Córdoba pongamos por caso, el gazpacho lleva el nombre de «salmorejo», es porque ofrece otra cierta singularidad. Pero se dan otras muchas, y lo que cabe decir de ellas es que ya son, más bien, refinamientos, manierismos y barroquismos de tiempos de abundancia, mientras que el gazpacho es un plato de tiempos de escasez y trabajo; esto es, de absoluta seriedad, algo así como unas categorías aristotélicas en busca de lo real y sustancial, que funcionaban también en la cocina.
Cuando todo esto tan simple ha dejado de estar claro ha sido cuando hemos llegado a la más extrema confusión también en este asunto como en todos los demás; y no está quitado que el gazpacho, que es un plato refrescante, sea mañana un plato del Solsticio de Invierno. Porque es evidente que ya no estamos a cubierto de cambios de cualquier clase y en cualquier momento; aunque esto no quita que el gazpacho haya sido un más que milenario logro cultural que nació de la llamada cocina pobre. Porque en tal situación, como es lógico, se encontraron los antiguos pueblos campesinos que, en la estación del calor, y de la siega, trilla, y recogida de la mies, tenían que buscar frescor, y, con más o menos tanteos, hicieron el hallazgo del gazpacho, mezclando lo que tenían a mano, agua, aceite y vinagre –incluso desafiando la ley física de imposibilidad de mezcla de líquidos de diversa densidad, como les hubiera dicho algún experto si hubieran existido entonces– con unos trozos de galleta o pan. Y, cuando se lo tomaron, en un descanso de ese trabajo del estío, comprobaron enseguida que allá dentro de ellos era como si entrase el frescor mismo de una alameda con su regatillo.
El resto de los aditamentos del gazpacho, es decir, las hortalizas, vinieron mucho después –y no se puede dejar de señalar el aporte decisivo especialmente del tomate, traído a España desde las Islas Galápagos por el obispo Berlanga, como Darwin trajo de allí la peana para su teoría evolucionista–; pero los tomates asimilaron tan bien las sustancias fundamentales del gazpacho, que se convirtieron en su misma condición y esencia, y su ser mismo quedó así acabado y perfecto. Otras adiciones o modalidades, como ya advertí, son subjetivismos, y asunto o estilos historiados, o perifollos, alquimias de «nouvelle cuisine», que, como en el caso de las vanguardias de cualquier clase, nunca varían, como decía Bernard Shaw.
Luego, se ha llamado gazpacho hasta a ciertos guisos calientes, y Covarruvias explica que el gazpacho es «un cierto género de migas que se haze con pan tostado y azeyte y vinagre, y algunas otras cosas que se mezclan», y que «es comida de segadores y de gente grosera» de donde deduce que ellos, como si fueran académicos, «debieron ponerle el nombre como se les antojó».
Pero lo verdaderamente importante en esta cuestión es que, cuando nos ponen un gazpacho sobre la mesa, nos están poniendo realmente ante nuestros ojos un plato que desde hace cuatro o cinco mil años lleva consolando a los hombres del ardor de la canícula. Ya se habla de él en la Biblia, pero no fue plato privativo de los hebreos, ni tampoco de segadores o pastores, sino que se reveló como un manjar para todo el mundo, y es obligada la admirada consideración de que su fundamentalismo ha desafiado los milenios y ahí está.
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