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Llamas de cera (y V)
El caso es que me gustan los ricos dinásticos y contenidos que procuran no comentar su patrimonio y disimulan su liquidez gracias a llevar una vida sin ostentación en la que a veces no faltan las privaciones.
A mí siempre me ha parecido que una manera de medir la tasa de elegancia en un hombre rico podría consistir en averiguar si tiene cierta envidia de la alegría con la que maneja el salario su contable. Conocí de muchacho a un rico con mucho estilo que cada vez que alguien de su servicio se encontraba enfermo, para no molestar con su magnífica salud, confesaba con sincero abatimiento cualquier patología que en absoluto padecía. A
lgo parecido le ocurría a cierto presidente de la Xunta obsesionado con disimular su rango. En el viaje oficial que hizo a un pueblo de la provincia de Ourense, el sargento comandante de puesto de la Guardia Civil le echó un vistazo al grupo de gente que se arremolinaba con el presidente y no dudó en cuadrarse ante el chófer de aquel político sólo porque le pareció que, de todos aquellos señores, aquel caballero vestido de azul marino tenía el porte más distinguido.
Al recordarle la anécdota algunos años más tarde, el ex presidente me reconoció que si no fuese por los actos oficiales, por el dinero del presupuesto y por tanto protocolo, la mayoría de los políticos tendrían una vida menos interesante que la de sus biógrafos. Yo me acuerdo con frecuencia del cirujano rico que veraneaba en La Toja porque tenía unos modales finos y sutiles en los que se veía a la legua que jamás había hecho mella el prosaico peso del dinero.
Se lo comenté de madrugada a una fulana y me dijo ella: «He conocido a muchos hombres ricos y ninguno desprendía la energía del estilo. Yo creo que los ricos con estilo lo que tienen entre las piernas no es el sexo, cariño, sino la toma de tierra».
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