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Nada que celebrar

La Razón
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Cuando en una cena uno de los comensales dice que no bebe alcohol (o porque no le gusta o porque no le da la gana) le pueden responder dos cosas y siempre entre risas: «que soso eres» «o no sabes lo que te pierdes». Y lo curioso es que ninguna de las dos respuestas suele ser cierta. La ingesta de alcohol para celebrar cualquier cosa parece estar bien vista por la sociedad y censurarlo supone ser aburrido, carca e incluso sospechoso. Está tan asumido que, cuando la televisión acude a la administración que ha vendido el premio gordo de la Lotería de Navidad, o cuando Alonso sube al podio de la Fórmula 1 o cuando conectan con cualquier vestuario de un equipo de futbol ganador, a nadie llama la atención que los protagonistas aparezcan con botellas de champán en la mano a pesar de que la publicidad del alcohol está restringida. Es parte del paisaje y como tal se observa.
Si lo piensa, es totalmente absurdo que cuando se acaban las clases, se encuentra trabajo o se asciende, el personal decida ahogarse en alcohol hasta que la conciencia le impida si quiera recordar el motivo de su alegría. Y, sin embargo, cada vez son más los jóvenes –y no tan jóvenes–que acaban el fin de semana en urgencias con un coma etílico del que al despertar ya no les hace tanta gracia ni se sienten tan fuertes como cuando beben entre las risas y los ánimos de sus amigos. No son cosas de adolescentes, como sostienen algunos padres o las administraciones que permiten los macrobotellones. Es la semilla para un futuro donde la ingesta de alcohol sea una constante y, en muchos casos, un gran problema.