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Tocar la Enseñanza

La Razón
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Los políticos deberían andar como sobre ascuas si se atreven a tocar la Enseñanza pública en cualquiera de sus grados. Y también la concertada. Se dijo y repitió que Enseñanza, Sanidad y Pensiones eran líneas rojas. Tal vez hubiera sido preferible identificarlas con aquel signo de «Prohibido el paso». No ha sido ésta la primera vez ni será la última en la que se enfrenten las fuerzas de orden público con los estudiantes. Unos esgrimen libros, aunque no los lean, y otros porras que es preferible no utilizar. La opinión pública, dentro y fuera de España, estará siempre de parte de los jóvenes. Tras la fuerza pública: un jefe policial, una delegada de Gobierno, un ministro; el poder. En momentos tan graves como los que estamos soportando hay que evitar cualquier signo externo de fuerza. Ya es suficiente con lo que pasan familias, trabajadores y parados. Escasea tanto el euro que se auguran hasta imposibles cierres de centros en Cataluña. Hay que pensar muy bien si conviene irritar a unos jóvenes a quienes se les ha despojado de porvenir. Dudan de la solidaridad, saben de promesas incumplidas y que han de esforzarse en unos estudios que han de conducirles –si no se remedia– al paro y, en el futuro, a un estatus inferior del que gozaron sus padres. Reclamar moderación y sentido común después de pasar con las tijeras, sirve de poco.

Hemos proclamado a los cuatro vientos que la esperanza del futuro radica en los jóvenes, sean éstos estudiantes de ESO, de Bachillerato o de Universidad, investigadores, doctorandos o acumuladores de másters. Si no observan un claro futuro inmediato (porque los jóvenes tienen siempre prisa) su inquietud puede fácilmente convertirse en ira y en el rechazo a una sociedad que ni les apoya ni, creen, les entiende. A nadie le conviene una imagen de España crispada y una juventud acosada. Los responsables políticos deben tomarlo en consideración, porque la violencia –aunque legítima– no engendra sino otra espiral de violencia. La verdad es que no tenemos mucho que ofrecer, víctimas también de una crisis que pocos entienden, no se explica bien y nadie sabe cómo atajar. La juventud tuvo durante el franquismo, pese a vivir peor, la esperanza del cambio, pero las fuerzas políticas de hoy no hacen sino lanzar malos augurios. Decir la verdad no ha de impedir apuntar algunas ilusiones. Tal vez quienes ya han sido desbordados por los años desconfíen de cualquier invento, pero a la juventud hay que ofrecerle un camino, la posibilidad de que, con esfuerzo, aunque no sin sacrificios, logre asentarse en el éxito del consumismo que hemos entronizado. Conviene cultivar el futuro que ha de ser el de nuestros hijos y nietos. Para ellos –según les hemos instruido– no hay otra cosa que la educación, que ha de permitirles el ascensor social. Si falla el mecanismo, la pirámide, cuya base es ya clase media, se derrumba. No le conviene a este país acogotar a los jóvenes, mostrarles los signos de la fortaleza que posee el estado, al que hemos dado nuestro apoyo con muy pacíficos votos.

El espectáculo de Valencia no fue edificante. Hay muchos elementos de nuestra vida cotidiana que tampoco lo son. Rajoy prometió cambios necesarios y hasta más cambios. Tal vez el país necesite acomodarse a otro tiempo, a un mundo globalizado que no explican, a unas fuerzas sociales que se transforman. No estamos en el ya pasado siglo XX y mucho menos en el XIX, del que, mal que nos pese, procedemos. Nos hemos diluido en una clase media dominante y nadie –ni siquiera los residuos de IU– aluden ya al extinto proletariado. Parece como si retrocediéramos, sin ser muy conscientes de ello, a otra conformación social, donde, desaparecidos artesanos, agricultores y trabajadores de pequeñas empresas, la población se unificara en una amplia capa media (más alta o baja) y una minoría de grandes capitalistas, quienes conforman el temible mercado, que nos trae de cabeza. Suponen los jóvenes y sus padres que la posibilidad de ascensión social reside en la Enseñanza. No es del todo cierto, pero así lo hemos vendido. Por consiguiente, no hemos de extrañarnos que cuando ésta se debilita poco a poco hasta la extenuación –y en la pública resulta más visible– se sientan agredidos y reaccionen como es de suponer y tal vez de desear. Nadie confiaría en una juventud demasiado conformista. No habrá futuro en este país si no somos capaces de entender la ira juvenil, aunque deba manifestarse sin violencia, mas no conviene atajarla: es la necesaria espita. Esta crisis está resultando más que una crisis. Los jóvenes no observan soluciones. Tampoco nuestra clase dirigente. Ni siquiera Europa ha resultado ser lo que pensábamos.