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Depósitos por María José Navarro

La Razón
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Esta semana me he dado un voltio por Villar de Cañas, el pueblo de Cuenca donde se tiene previsto instalar el Almacén Temporal Centralizado de residuos nucleares. En Villar de Cañas todo el mundo maneja ya el término ATC con mucha naturalidad y tuercen el morro cuando se te ocurre llamarlo «cementerio», a pesar de que el diccionario te dé la razón. Lo más fácil en estos casos es sacar la lupa para encontrarle lagunas a la alegría que tiene la mayoría de sus vecinos o a buscarle fallos a sus argumentos, como tampoco es complicado hallar defectos en la manera en la que defienden sus razones los que se muestran en contra, pero, ay, yo misma soy incapaz de pasar de lo básico: no me cae simpática la energía nuclear, pero me resulta imposible renunciar a lo que me proporciona. Visto de cerca, Villar de Cañas se divide hoy entre las suspicacias que despierta una visita para los que abrazan el ATC con el gesto de Gollum ante el Anillo Único y el enfado morrocotudo de los que divisan un lugar al que no van a querer volver sus nietos. De cerca también, es un pueblo sin vida, sin apenas pulso, con pocos niños, sin servicios, sin gente en la calle, con muchas casas cerradas. Por eso, cuando te das un voltio por allí, entiendes que los partidarios crean que el ATC es la única forma de salvarlo, aunque pasados los años deje de ser lo que es o a costa de que desaparezcan los negocios locales. Más que la amenaza de lo nuclear, el riesgo ahora es el que aportan las oportunidades. Qué cosas pasan. Suerte. Y equilibrio.