Lorca
Feminismo dramático por Francisco NIEVA
Es natural que, con siete años, mis padres no me dieran cuenta de su situación económica, por lo que yo, al comparar las casas de mis abuelos, e incluso la mía, con las de otros amiguillos del pueblo, le pregunté de sopetón a mi madre: «Mamá, ¿nosotros somos ricos?». Mi madre me miró compasivamente: «Todo lo contrario. Estamos arruinados, que es todavía peor».Precisamente, ya no se me educó como a un señor. Mi padre desechó por completo inculcarme su gusto por la cacería –el deporte señorial por excelencia–, tampoco me matriculó en algún colegio de prestigio en Madrid, sino que me mandaron a la escuela pública de mi pueblo y me dejaron la libertad de relacionarme con chicos de la más humilde extracción, que yo prefería a mis primos ricos. Sus familias me trataban como a uno de los suyos, y para mí, fue una gran experiencia de vida que llevara con mis amigos la comida de su padre al tajo donde trabajaba, que se me invitara a merendar pan con tomate, que llorase con todos la muerte del burro y hasta que escuchase blasfemar a sus anchas a los gañanes de mi tierra, su modo de hablar, sus cuentos y sus consejas. Una especie de Universidad providencial. Cantidad de poetas y escritores se han beneficiado de esa iniciación. Pero también tuve la suerte de que, al haber pertenecido a una familia rica, había en mi casa una profusa y desordenada biblioteca en la que pude campar a mis anchas sin que nadie me lo prohibiera. «Que lea lo que quiera». Lo llevaba en la sangre, eso de aprender por mí mismo, porque una vieja y querida tía-abuela, hija de un terrateniente despótico y cruel, había aprendido a leer en el retrete, en los trozos de periódico que se colgaban de un gancho a modo de papel higiénico. Y esta fue la única mujer de la familia que leyó «Madame Bovary» en su primera traducción española. Y aquello, ¿por qué fue? Porque el padre dictaminaba –como tópico señor rural – que aprender a leer y escribir era de «tías malas». El caso final es que mi trato e identificación con el bajo pueblo y la extrema libertad de mis lecturas me hicieron –entre otras cosas buenas y malas– un feminista instintivo, y sin que influyera sobre mí ninguna doctrina tendenciosa. Se estaba decidiendo mi condición de dramaturgo. Español, por supuesto. El teatro clásico español está lleno de heroínas de todo tipo, un curioso plantel, comenzando por la Celestina, de Rojas, y concluyendo por la Doña Paquita, de Moratín, en un primer ciclo de letras clásicas. Pero sobreviene la moderna literatura teatral, en la que sucede lo mismo, hasta culminar en la Malquerida de Benavente, la Mari Gaila de Valle-Inclán, la Yerma de Lorca... En España, por lo menos en el teatro, la mujer ha tenido un gran defensor y analizador de su particular entidad. Y lo curioso es que ni el arte ni el pensamiento han logrado que se adelante mucho. Yo pude observar que tanto en la más baja capa social como en la alta burguesía, la idea que tenía el hombre sobre la mujer y la que la mujer tenía de sí misma eran iguales. Lo mismo mi madre y mis tías que las mujeres de los gañanes padecían idénticos problemas de la condición femenina. Sólo cambiaban las maneras y el atuendo. Los que hemos propugnado a la mujer como «heroína de la existencia» es como si hubiéramos hecho encaje de bolillos para adornar el mundo de las letras, una inutilidad, predicar en desierto.Puede ser un motivo de orgullo, pero también de frustración, esta singularidad del teatro español. «La defensora de las mujeres», de Lope, es un maravilloso paradigma. No es raro que Antonio Gala o yo hayamos querido arbolar las mismas pretensiones. Resulta imposible desterrar del hombre la idea de que la mujer es una propiedad, y, de la mujer, la de que es la conquistadora del hombre. Así es de perversa la Naturaleza.
Francisco NIEVAde la Real Academia Española
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