Roma
OPINIÓN: El Papa del pueblo
Cuando murió Juan Pablo II, este periódico me concedió el privilegio de mandarme a Roma para informar de los actos de su sepelio y de los del inmediato cónclave. Fueron unas semanas inolvidables.
Pero de entre todas aquellas emociones – incluida la de «colarme» dos días antes del cónclave para besarle la mano al cardenal Ratzinger, diciéndole, ante su sorpresa, que lo hacía porque él iba a ser el próximo Papa–, la más intensa fue la de estar durante más de doce horas haciendo fila para poder pasar unos segundos ante el cuerpo del difunto Pontífice, expuesto junto al altar de la confesión, en San Pedro. Podía haber hecho uso del derecho que me daba ser periodista para no guardar esa larga y extenuante espera, pero quise estar al lado de la gente, inmerso en la muchedumbre del pueblo de Dios que, como yo, aguantaba horas y horas con tal de rendir el último homenaje a aquel que había sido durante casi 27 años «su Papa».
Lo que comprobé, aunque ya lo sabía, era que la gente quería a Juan Pablo II. Que lo quería de verdad. Y que lo quería todo el mundo. Lo respetaban los grandes –inolvidable la foto de los presidentes norteamericanos arrodillados ante su cuerpo muerto– y lo amaban con delirio los pequeños. Lo sentían suyo los jóvenes, pero también todos aquellos que habían visto cómo, anciano y muy enfermo, se había mantenido al frente de la Iglesia desafiando a los poderosos medios de comunicación que presionaban para que dimitiera. Juan Pablo II fue un Papa del pueblo. Y lo fue porque era sólo de Cristo. Amaba a Jesús y lo hacía «más que éstos», tal y como le pidiera el Señor a San Pedro. Por eso va a ser beatificado.
Pero ese amor a Dios se transformaba en un amor a los hombres. Un amor que tenía una faceta específica, la de recordarles que no había que tener miedo al mundo, que unidos al Señor y a la Virgen se podían vencer incluso a las más tiránicas dictaduras.
Ahora ese pueblo está de fiesta. Su Papa va a ser beatificado. La Iglesia confirma lo que ya sabía: que es santo.
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