Boston

Tea Party

La Razón
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Confieso que cuando veo cómo la inmensa mayoría de los medios de comunicación –no digamos ya los políticos – informa sobre Estados Unidos me dan ganas de llorar. Por ejemplo, he visto cómo una televisión progre presentaba en calidad de miembro del Tea Party ¡a un senador demócrata! La razón de tan colosal patinazo – que no le costará el puesto a nadie con seguridad– era que el político en cuestión esgrimía un arma de fuego. Los calificativos para describir el Tea Party son una necia repetición de descalificaciones como «extrema derecha», «ultraconservadores» o «fundamentalistas religiosos». La ignorancia, ciertamente, es muy atrevida. El Tea Party debe su denominación a un hecho acontecido el 16 de diciembre de 1773, cuando tres barcos procedentes de Inglaterra y cargados de té llegaron hasta el puerto de Boston. El Gobierno británico había decidido intervenir el mercado del té y además subir los impuestos. Criados en los principios de las revoluciones puritanas del s. XVII, los norteamericanos se disfrazaron de indios, subieron a los barcos y arrojaron el té al mar. Dejaban así de manifiesto que no estaban dispuestos ni a permitir que les subieran los impuestos ni a que los políticos sentados en el parlamento no los defendieran de aquellas arbitrariedades. El calado de la revuelta fue captado inmediatamente por el rey inglés Jorge III, que afirmó: «Las colonias americanas se han ido con una novia puritana». Acertaba, porque el Tea Party era sólo la primera llamarada de un poderoso impulso popular que, al cabo de unos años, había creado la primera democracia de la Historia contemporánea. Nacido de la robusta tradición democrática de los puritanos ingleses y de los Padres fundadores, el actual Tea Party tiene un mensaje sencillo y contundente. Primero, los políticos tienen que responder ante los que los eligieron y no pueden convertirse en una casta aparte que no de cuentas a nadie de sus acciones; segundo, los políticos tienen que responsabilizarse hasta del último céntimo que gastan, porque ese dinero no es suyo sino de los ciudadanos que pagan impuestos y tercero, los políticos no tienen derecho alguno a seguir aumentando el gasto público y a subir los impuestos sin que carguen con las consecuencias de sus actos. Que ideas tan sencillas formen parte del código genético de la nación norteamericana explica su éxito histórico y también la creciente impopularidad de Obama y su aplastante derrota esta semana. En España, esa casta privilegiada que vive de nuestros impuestos –y que va de los titiricejas a los políticos pasados por los liberados sindicales– no ha dudado en distanciarse de un movimiento popular dirigido fundamentalmente contra los parásitos de la política. Es lógico que lo haga, por ejemplo, Ruiz-Gallardón, porque con un sistema de listas abiertas no saldría elegido jamás ni para concejal de una pedanía y, por añadidura, con unos valores como los del Tea Party convertidos en ley estaría entre rejas por haber endeudado Madrid como lo ha hecho a pesar de triplicar, por ejemplo, el impuesto sobre la vivienda. Personalmente, a mí sólo me cabe felicitar al pueblo americano por su sensatez y madurez políticas expresadas esta semana en las urnas, y suplicar al Altísimo que nos infunda el suficiente valor cívico para arrojar de la vida pública a esos personajes que viven de esquilmarnos pero que no responden ante nada ni ante nadie.