Cádiz
Celebrar un error
Diez años atrás, el Gobierno de José María Aznar decretó el fin del servicio militar obligatorio. La ministra de Defensa, Carmen Chacón, ha dispuesto que se celebre en un acuartelamiento la defunción de aquel servicio, que también era un derecho. Sigo creyendo que lo idóneo hubiera sido modernizar el servicio militar con un sistema mixto que abriera el camino de los soldados profesionales sin renunciar a la incorporación obligatoria de los jóvenes españoles a una estancia en las Fuerzas Armadas más breve y mejor aprovechada. Lo escribo por experiencia. A los veinte años me repateó la idea y la realidad de salir de mi casa para instalarme en un Centro de Instrucción de Reclutas ubicado a más de quinientos kilómetros de Madrid. La duración de aquel exilio, que así lo consideraba, oscilaba entre los trece y los quince meses. Pasaba de ser un proyecto de persona a convertirme en un recluta, la última escala de la sociedad. Tenía un gran aprecio al Ejército por tradición familiar, pero no tanto como para acudir feliz a perder, que así lo consideraba, más de un año de mi vida. Estuve catorce meses en Camposoto, Isla de San Fernando, Cádiz. Cuando me licenciaron y devolvieron la cartilla verde –el último reclutamiento de «la verde», que pasó a ser «la blanca»–, me despedí del Ejército con tristeza y una profunda gratitud. Conocí durante aquel año largo a personas que nunca hubiera imaginado que existieran, casi todas ellas positivas. Experimenté la pérdida de los privilegios sociales y la diferencia de clases. Allí nos reunimos dos mil jóvenes procedentes de toda España que éramos lo mismo y se nos exigía lo mismo, sin distinciones de ningún tipo. Aprendí el sentido de la puntualidad como una obligación y una cortesía para los demás. Y la lealtad, y el concepto de la verdad, y el sufrimiento físico del esfuerzo, y las carencias de las comodidades hogareñas. Se trataba de un servicio, y así lo interpreté. Pero al cabo del tiempo también lo interpreté como un derecho y un honor. Entre los mandos destinados en aquel campamento, un altísimo porcentaje lo componían hombres justos, directos, leales y siempre dispuestos a ayudar a los más débiles. Me enseñaron a enseñar, y cuando terminaba la agotadora jornada de instrucción, algunos reclutas –ahora sí, privilegiados–, ayudábamos a los oficiales encargados de alfabetizar a los más desamparados culturalmente, a nuestros propios compañeros sin letras ni números. Sin exagerar por razones de lejanía, comprobé que los jefes, oficiales y suboficiales del Ejército consideraban un alto valor lo que yo entendía por señorío. No tuve que obedecer, en catorce meses, ni una sola orden caprichosa o injusta. Como todos, fui arrestado en diferentes ocasiones, siempre por incumplir el cumplimiento. El único sufrimiento que padecí en la mili, me lo procuró un mono. Un mono tití que regalaron al comandante de mi batallón y con el que me obligaba a desfilar cuando llevaba el guión del batallón. Mientras desfilábamos, el mono y yo, el primero me arañaba y mordisqueaba las orejas. Una tarde, el mono falleció y aún no se conocen los motivos de su óbito.
Conocí a muchos hombres de honor, de palabra y de justicia. Admiré su vocación de servicio a los demás y su amor a España, a mi Patria. Lamenté que mis hijos no tuvieran el deber y el derecho de formar parte de las Fuerzas Armadas. Hoy sólo me acompañan los buenos recuerdos y el agradecimiento. Estoy muy orgulloso de haber sido uno de ellos, y siempre he intentado recompensarles con afecto lo mucho que me enseñaron.
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